lunes, 21 de diciembre de 2009

Cangelotti

Día que Cangelotti tocó su guitarra tan fina, ángeles de las paredes y en los ojos de ella, amarle, mándole, tring tring (8), “Toca mejor que yo, veo”, y frús y trás la mano al bulTomás. Esto por ese lado.

Shando

A decir del mito de pájaro shashando por la mañana shando piando

Y de los living sunsets

De los proctovaginolaringólogos

Con tu pie de almendra

Flush

Cagando dolores de cabeza en dados pequeños y demás

Hazlelamor aaaalguien.

Nalgalguien.

Flor y pezón.

Acechando con tu ramo de astucias.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Marina

La encontró desastrada y al borde del delirio, encima la ropa fácil de los pobres, la falda carcomida hasta el centro de los muslos, la camisa deshecha y los zapatos rotos que en realidad no eran sino apenas dos suelas mal cosidas a remiendos de esparto. En aquel momento se revolvía feliz en la sopa caliente de su propia mierda cantando las canciones sin letra fija de sus tiempos de niña. Entonces se volvió hacia él, por un instante quieta, y cuando estuvo segura de haberle inventado el nombre que le recordaba, continuó chapoteando en su cenagal de estiércol, ahora más feliz, en compañía.

“Marina”, la llamó. “Soy tu marido.”

“¿Ernesto?”

“Sí, princesa. Ven, vamos conmigo.”

“¿No quieres jugar? Está recién cagada. Calentita.“

“No, mi vida, no. Ahora eso no, luego, más tarde”, la tomó por un brazo, se echó hacia atrás con ella sobre el pecho, en un escorzo viril que le recordó a bocajarro sus tiempos de novios, cuando se acostumbró a llevarla en volandas de una parte a otra de su piso sin puertas.

“¿Tú me vas a querer?”, le soltó ella de pronto. Y él vio temblar sus labios y brillar sus ojos, como antes de todo. “Porque si no vas a quererme”, dijo al fin, “me vuelvo aquí y sigo comiendo mierda, te lo juro.”

martes, 15 de diciembre de 2009

Tecoma Stans


Trastornado por la resaca enloquecida de su ensueño creyó encontrar de frente a Santa Eulalia ataviada de duende lascivo con un par de cencerros locos sonándole en las orejas, y la visión de espanto fue de tal calibre que lo arrojó a la tumba escaleras abajo. Rodó a trompicones hasta la misma puerta de la calle en silencio. Sobreponiéndose a la pesadez plomiza de la muerte próxima, aún mantuvo la lucidez suficiente como para entender con disgusto la clave de su engaño: el juego de luces y sombras, el bulto del vecino en carnavales, la tarde de invierno.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Nacolia

Entre la brea pegajolienta del cuarto a oscuras, Nacolia, la prostituta feliz de labios querúbicos y melena romana, acompaña el vaivén escanciado a rachas cortas de la pelvis del hombre con suspiritos sentidos género ardilla mimosa. Ciento dos mil luces le emborrachan la vista, siente prender la chispa, el latigazo en su espalda: de la planta de los pies a la punta del pelo, como el temblor final de una bujía, erizando las partes, la carne de él abriéndose camino.

Nacolia se deja ir sin levantar sospechas, corriéndose en silencio como las niñas sucias que son sucias por eso. Observa ahora la luna a la espalda del hombre, la ve subir, bajar, como zozobra un barco. Es blanca y alta y pura y le cabría en el coño. Es lo que va pensando en el último tercio, ése en el que ya sabes que el otro termina.

Justo un segundo antes se lo saca de encima, chilla desde el canal profundo entre sus pechos, con aliento a beso sucio y madriguera:

“¡Quiero la luna en mi coño!”

Y salta de la cama al estilo del hijo de alguien con un muelle en el culo, toda la carne al aire como las monjas cuando van a bañarse a la ribera y es de noche y tu padre no las ve pero ya le gustaría…

El hombre no la entiende, está desconcertado, lleva el calibre flácido del susto.

“Je veux la lune, bête!”

La especie de simio con su racimo colgando está más o menos empezando a enfadarse.

“¿Ahora hablas francés, putilla? Oye, qué estás haciendo…”

Nacolia se arrodilla, primero, como está, sigue desnuda. Luego se arquea hacia atrás, se deja caer de espaldas, entreabre las piernas en el aire…Entre la luna y su coño, sólo el mono del badajo esponjado. Le pide que se aparte…así, eso es, que entre la luz entera…

“Je veux…”, va articulando, lánguida…

”Je
Veux
la lune, oh oui…”


“Danse avec moi, chère”

Bella y cierra los ojos, ebria de efluvios dulces como nucas de niña, aún con las piernas en alto, más abiertas ahora, enhiestas como agujas de pino hacia el techo, así orgasmando…

martes, 8 de diciembre de 2009

Nadie

Perdió su nombre. Se lo fue dejando por las esquinas de los arrabales saturados de moscas y en la trastienda alborotada de las casas de putas, en las barras húmedas del aliento de todos y los pantalanes mugrientos de los muelles antiguos, lo perdió de a poco en los labios de las mujeres felices, como los ojos, la vista, en los bolsillos en huelga de los marineros y las faldas en fiesta de las colegialas con tetillas de hámster. Primero lo sintió como el lametazo tibio de un presentimiento fúnebre que se le fue colando dentro hasta la madrugada en que saltó como un resorte de su cama de muelles para gritarle a la calle que ya estaba bueno, ya tenía bastante, que con ésa eran seis horas de darle vuelta a la angustia, de virarse la cabeza buscándose el nombre y que lo había perdido.

Así que salió a la calle sin una sola pista, sólo el resabio equívoco de haberse llamado Ernesto alguna vez, pero no, el suyo de verdad era seguro una sílaba más largo, o dos: ¿Agustino? ¿Elizardo?

Con las primeras sombras de la noche fresca trincó a una pelandusca por donde cagan las madres, le trabó treinta billetes en el vuelto del escote y enfilaron sin prisas de vuelta a la cama de muelles.

Quince minutos más tarde, las aspas del ventilador zumbando desde el techo, el par de pezones duros como céntimos, la chica, de costado sobre la goma blanda de su cama de espuma, insistió en saber su nombre.

Él la miró fijo a los ojos y se mantuvo ahí para contarle que lo había perdido, que era de locos pero él no lo estaba, que desde aquella mañana se llamaba nadie, que tantas cosas manicomiales que ya no entendía…

A punto de quedarse sin razones, y porque desde hacía minuto y medio ella enseñaba unos ojos abiertos como copas vacías, le puso un último ejemplo:

“Mira”, dijo, “me pasa con el nombre como a ti con el virgo.”

lunes, 23 de noviembre de 2009

Out of blue

La gran chica mujer con un par de algodones en el ojo del culo, dice:

“Eh, eh, eh, mi chico dice que me quiere, vamos a hacerlo esta noche.”

Así que se viste, eh eh eh, se viste como las chicas cuando van a hacer esas cosas…jajaja, lo que sabes, baja caminando por la acera, piensa:

“Eh, eh, eh, voy a gustarle esta vez, voy a gustarle más, eh eh eh…”

Y cuando los barrenderos, los mecánicos y los electricistas abren los ojos, va cantando:

“¿No es verdad…no es verdad que soy una chica estupenda, una gran chica?”

Cruza la calle, lleva la cabeza llena de guarradas, piensa:

“Vengo caída del Cielo y noto el coño como un barranco en octubre.”

Cuando llega a casa ahí está el hombre, dice:

“Ah, limón, pastel de frambuesa, hola, hola, hola. Te amo bien, como a los gatitos y a las niñas pequeñas. Vamos a la cama, a la cama, a la cama.”

lunes, 16 de noviembre de 2009

Hijo de puta madre

Tu madre tiene secretos que contar al repartidor del agua y son un misterio. Por eso te lavas la cabeza diez, cien veces cuando sales a la calle pensando que ella es buena y sabia y santa y antes de tenerte a ti daba de comer a los pájaros en las azoteas y ayudaba a las vecinas a tender la ropa. Pero a lo mejor es cierto que tu madre es una cerda, puerca, guarra y tú el esputo casual de tal coño como la regleta de una central eléctrica el día 25. Pero eso no lo piensas, o lo evitas. Tu madre no gasta en bragas, no paga nunca una cena, jamás te falta un plato de comida y a ella le sobra ropa en el armario. Por qué será…sin trabajar…sin dar un palo al agua. O trabajando, trabajando duro.

Así que le preguntas:

Y ella no te contesta, sino que empieza a llorar de repente.

“Dime, má, si lo eres…”, vuelves.

Y ella:

“¿No ves que estoy llorando, hijo de puta?”

viernes, 6 de noviembre de 2009

Hijas de la Primavera

En casa de las Hijas de la Primavera te recibe la dueña con los brazos abiertos. Y qué vas a hacer. Todas llevan sandalias de esparto y se desnudan fácil. Cuando elijas a una de ellas, que sea la más joven, no la más hermosa. Ya sabrás por qué. Ve con ella al baño, no te vuelvas, sino mírale el caño de oro entre las piernas, descubre cómo baja el flujo, casi musical.

Las Hijas de la Primavera comen Pájaro Zushima. Comen pienso de ave. Comen caña de azúcar. Beben té.

Así que comes Pájaro Zushima. Comes pienso de ave. Comes caña de azúcar. Bebes té.

Las mañanas son dulces, florales; las noches llegan siempre como empapa el rocío. Los sueños son puros, lisos, lúcidos, brillantes. Las Hijas de la Primavera van descalzas. Y les besas los pies. Y ellas besan los tuyos.

Sólo en una ocasión visitas a la dueña. Vive bajo una pérgola, al aire libre. Y aunque no permite que lo sepas, tú lo sabes: levita al caminar y nunca roza el suelo. Canta alguna canción, no demasiado alegre, dice cosas enormes en palabras pequeñas, siempre mira a los ojos, tiembla un poco.

Ya no vuelves a verla.

Despiertas una vez y otra, y otras cien de nuevo. Y cada vez un día.

Hasta que amaneces con las pupilas llenas de pan, llenas de leche, de viento y sal, de sol, de tierra.

Y porque ya lo tienes todo, dejas atrás la casa, vuelves al camino.

jueves, 5 de noviembre de 2009

La especie de niño con antenas trepa al conejo de la última puta del mundo a divisar el horizonte en zapatillas. Entonces tu madre coge una brocha del catorce con asa de corteza de cocotero a la sombra y escribe tres letras en la frente de tu hermana pequeña:

“A G T”

Las repasa con rotulador de punta fina y suspira aliviada. A descansar de tanto mono amigo y tanta mala saña. Hace un gesto con la mano, como atrapando las estrellas en redondo, se mira a los ojos en el espejo de enfrente, suspira de nuevo.

Ahí llegas tragándote el manillar, con la manija en la boca, cayéndote de la bicicleta a punto de aplastar al perro al trote desde el buzón azul de la casa de tu abuelo muerto hasta la caverna oscura como una tienda de campaña dentro de otra cueva que te parece siempre el coño de tu vecina con su gato de angora jugando al pelo-pelo entre las piernas, recibiéndote como a los amigos un domingo por la tarde, cuando empiezan a encenderse las farolas y la luna pierde al sol abriéndole una brecha entre los ojos con el taco de un arpón para ardillas ventrudas (que eso existe) y a tu madre le importa menos que tres cojones que el hermano de su hombre valiente haya dejado de tirársela de cuatro a cinco todas las tardes impares que aquél sigue gastando con fulanas de catorce años o al calor tibio del culo de una ristra de maricones sin techo que lo último que preguntan es tu nombre.

jueves, 29 de octubre de 2009

Gamblers

Leonard Thomas Peterson, el marinero errante sin parche en el ojo (tu padre se lo robó en la refriega del 14, mientras dormía con la oreja izquierda sobre el vientre de la que iba a ser tu madre), se juega sus últimos cuartos con el astuto Jicky Constand (el trampero y jugador empedernido, hijo de sastre, nieto de condes). La tensión les agita las córneas y la llama en cada candelabro tiembla ante el desenlace próximo.

Es la decimoquinta carta, en este caso la que decidirá el lance. Jicky Constand está a punto de soltarla sobre el tapete verde de los viernes de agosto, junto a su copa de vino; hace un amago, silba y la retiene en su mano derecha, mira a los ojos de Leonard, abiertos y enormes como aquellas pepitas de los primeros tiempos en California (oh, las mujeres tiemblan de emoción a la espalda de cada hombre, seis por el lado de Constand, son tres por la parte de Thomas Peterson: una de ellas la famosa, dulce Marie Lou Walker-Dickinson, pariente lejana de Jicky y prometida de Leonard).

“¡Qué estás haciendo, suelta ya esa carta, Jicky!”, grita una de las muchachas (el escote bamboleante agitándose en el aire).

“¡Esa carta no gana!”, en la voz de Marie Lou, y volviéndose a su prometido: “¡Tranquilo, Leonard, ya lo tienes!”

Los dos hombres cruzan sus miradas, ninguno contesta. Jicky mantiene la carta en su mano, casi estrujándola en la palma, sigue clavado en los ojos de Leonard. Hay viejas rencillas pendientes entre ambos (pleitos testamentarios, litigios de propiedad, heridas abiertas que hablan de orgullo y codicia y se remontan al tiempo de los bisabuelos). Ahora, cincuenta y siete años después del comienzo, una sola idea nubla la mente de Jicky Constand: está a punto de hundir a su rival, enterrar para siempre al viejo odioso Leonard Thomas, primer amigo de la infancia y hoy encarnizado némesis. Todo a un solo movimiento de muñeca, dejar caer el naipe que sabe ganador sobre el tapete esmeralda. Casi escucha el corazón ahogado de su prometida (prima hermana de la famosa, dulce Marie Lou: Clara Lawrence, la de los ojos de río). Es mucha la ganancia, se lo juegan todo. Hora y media antes habían convenido en abrogar todas las causas pendientes, impugnar cualesquiera sentencias hasta la fecha a favor de uno u otro, ponerlo todo en manos de la suerte, atender al capricho de las cartas. Poner fin a la guerra para siempre.

Afuera ruge el viento que arrastra el polvo seco en corrientes contra el cristal de la ventana, haciéndolo restallar contra el vidrio como ráfagas seriadas de proyectiles fantasma. Ha oscurecido por completo, riela la luna en el cielo…

Constand no se decide.

Clara estrecha su mano: sólo suelta esa carta, hazlo, parece decirle…

La luna ondea azul sobre el agua del pozo.

Es viernes 1 de agosto de 1847.

Jicky abandona la mesa, guarda el naipe en su bolsillo.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Clavo


Es el quinto asalto en el palacio de deportes que ya sabes y Clavo, el estupendo pegador parido en Cádiz, se deja la nariz, la boca, el alma y la cera de los guantes en su batir y chocar y rozar y abrazar con Albino, el estratega manso de la pegada engañosa.

Cae a la lona el estupendo Clavo, le sangra la nariz, el pabellón da vueltas.

“¡…2…1…!”

¡Clavo está en pie de un salto, antes del fin!

Gira en redondo, tiembla, baila a saltitos cortos besándose los guantes, calcula la distancia.

Albino ajusta los huecos y se besa los bíceps, también da botes cortos, en círculo, aguardando…

Clavo tiene problemas, no ve claro. Hay una nube azul en sus pupilas que de frente es blanca y de canto amarilla, por momentos restalla en tonos fucsias, verdes, rojo intenso.

“¡Me cago en la puta!”, piensa, “¡sólo me faltaba!”

¡Atención! ¡Lo acomete Albino con vapores de azufre en los ollares!

¡Acude como un frente!

¡Llora al trotar! ¡Llega sudando sangre, liberado!

¡Se le echa encima! ¡Hecho! ¡Ya está sobre Clavo, jadeante, toreándole a guantazos las mejillas!

“¡Vas a escupir la entraña, hijo de puta!”, sale de su garganta y no se escucha.

Clavo está atónito, disperso, trasladado. Lo que ven sus ojos, con retardo, es la figura enorme de Albino aún cruzando la lona, viniendo hacia él, anticipando el salto.

Y piensa que no es justo, cómo ocurre. Porque no ve y no sabe y ya no tiene ganas de seguir pegando.

Sueña de pronto una mujer y un hijo y una casa en verde y tres o cuatro perros. Y por la tarde fiesta y por las noches Ella. Cada mañana despertar sin peso, y flotar a dos palmos, tocado por la gracia, salir a ver el sol, beber del tiempo, volver a casa y otra vez con Ella, el niño en su vergel y todo en orden…

Eso detrás de sus guantes, bajo el cráneo. Fuera, Albino el desatado diseña su castigo: golpea el mentón, los flancos, el pecho y otra vez la nariz, entre los ojos, un oído. Está matando a Clavo, no le importa. Lo machaca en el suelo, gancho a gancho, va pensando:

“El último combate y a vivir la vida: una mujer, un niño y una casa en el campo. Tres o cuatro perros. Y fiesta por las tardes, las noches con Ella...”

jueves, 24 de septiembre de 2009

Gusano


Cuerda, el desprovisto, caminaba a pasos cortos por entre la maleza, abriendo su vereda a sablazo de plata y con los pies sangrando dentro de las alpargatas de cuero.

El primer anciano había dicho: “Sigue el rumbo del guayabo.”

Y él había seguido el rumbo del guayabo, plantación tras plantación, hasta aquel punto.

Justo frente a él otra entrada excavada en la piedra, una más, la segunda. Al fondo, entre el vaho de la niebla profunda y la oscuridad espesa de la gruta, el segundo de los ancianos portadores.

“Vete a tomar por culo”, declara solemne el venerable haciendo un alto (porque hasta ese momento metía su lengua azul a tientas en la boca de un hormiguero turgente y asqueroso junto a la pared del fondo.)

Así que Cuerda, el mozo de agarre, elige sobornar al viejo con los restos de polvo de oro en su jofaina. Entonces el anciano habla, aproximadamente una cuarta y media aún más solemne que el viejo anterior:

“Hallarás lo que buscas si lo encuentras.”

Cuerda, sin llegar a estar harto, siente algo de rabia, así que elige prender las barbas del viejo con un resto de queroseno que se saca de la guarrería que le queda entre las uñas de la última vez que trabajó en la mina. Eso y un mechero.

Empieza a llover en la selva y un olor a pata asada se cuela entre el verde. Es Gusano, el buen hermano.

Lo llaman así porque es lo que contesta a todas las preguntas:

“Soy Gusano, el buen hermano”

¿Y hace algo para demostrarlo?

Nada.

Cuerda, el prejuzgado, abre la boca:

“¿Asas pata en la selva, amigo mío?”

Gusano levanta la cabeza y observa al visitante.

“Soy Gusano, el buen hermano”, contesta. Y mantiene la mirada fija en los ojos del otro.

“Gusano, amigo, qué bueno encontrarte. Verás, tengo hambre. Llevo ya seis días de viaje y esa pata es enorme, o eso parece…”

Por toda respuesta, Gusano da un paso atrás y oculta con su cuerpo el asadero (que es nada más que un lecho de brasas techado con un par de hojas resecas de palmera)
“¡Soy Gusano, el buen hermano!”, exclama con ojos nerviosos, temblándole el cuerpo.

“Tranquilo, Gusano, soy tu…tu hermano, eso es…sólo quiero…de esa carne. Sabes, esa carne. ¿Podrás compartirla?”

“¡¡SOY GUSANO, EL BUEN HERMANO!!”, grita el chiquito energúmeno con los ojos bailándole en las órbitas, y a tientas palpa a su espalda el pincho con el que asegura la ternura del Meal Deal antes de abalanzarse sobre Cuerda babeando como un perro.

Cuerda lo recibe con las rodillas arqueadas y la daga enhiesta en el centro del pecho, sostenida firme entre los puños cerrados. Y allí va a clavarse Gusano, atónito, de pronto atravesado, los ojos abiertos del que sabe que muere y los labios temblando como flanes de luxe.

“S…soy…soy Gusano…”, musita, perdiendo la vida, los ojos en blanco, “el b…buen…hermano.”

Y expira.

Cuerda se deshace del cadáver desensartándolo en suave silencio a lo largo de la longínea hoja de su daga.

Escucha y siente el peso de Gusano al caer al suelo, tan muerto.

Sonríe: sobre el lecho de brasas, bajo las hojas resecas, hay un asado esperándole.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

En la galería


Son dos que se encuentran en una galería. Uno de ellos lleva calcetines a franjas horizontales rojas y negras pero no lo sabe nadie y el otro está más que acostumbrado a meter las manos en el engrudo pastoso del cemento cuando tienes que hacerlo y formas la laguna que ya sabes, como un volcán con agua en el centro y vas dejando cuajar la mezcla poco a poco.

Así que el de los calcetines se acerca al del cemento y dice:

“Yo no creo…a mí no me parece que todo este montón de mierda signifique nada.”

Y su voz se entremezcla con el frío de pomada para pies del aire acondicionado demasiado alto.

“¿Entonces por qué viene a verlo?”

El hombre de los calcetines a franjas (y sudados) calla de repente.

“Tenía un rato libre”, dice. Y mira fijo al hombre del cemento.

Silencio un rato.

“¿Le gusta Kandinsky?”

“¿Quién?”

Una bolivariana morena de sangre con su chalé y su chacó cruza la sala de exposiciones, primer piso, ala este, buscando las escaleras incómodas, justo por delante de los hombres que charlan.

“¿Ha visto a esa hembra, compañero?”, sonríe pícaro el hombre del cemento, codeando las costillas de su amigo. “La conozco, se llama Elvira, la zorrona.”

El de los calcetines no lo pilla.

“¿Qué entiende por zorrona?”, pregunta.

“De ésas que no están aquí por ningún cuadro. Usted ya sabe, no me joda. Viene buscando rabo, rabo y pericia de artista.”

“Dice pericia de artista…”

“Eso es, eso.”

“¿Qué significa pericia de artista?”

“Hombre, ¿me toma el pelo?”

“En absoluto.”

“Mal va a irle entonces, compañero.”

“Ya es la segunda vez que me llama compañero

“Claro, ¡de guerrillas!”, señala a la chica de espaldas, sonriendo. Guiña un ojo al de al lado.

“¿Qué guerrillas? De verdad que no le entiendo.”

La bolivariana ha renunciado a las escaleras y espera el ascensor con el culito en pompa y el bolso de piel de alondra bajo el brazo.

“Anímese, vaya a decirle algo.”

“¿A ella? ¿Y qué voy a decirle?”

“Piense, si le sale bien, igual moja esta noche.”

“¿Moja?”

“Que se la lleva al huerto, hombre.”

“¿Al huerto? ¿Qué huerto, por favor?”

“¿Sabe lo que es FOLLAR, amigo?”

“Follar, hacer el amor. Claro, qué bueno.”

“Pues escúcheme bien: a esa mujer podría usted tirársela esta noche”

“¿Tirárm…”

“¡Hostias!”

“¡Le entendí!, quiero decir; ¿cómo va a ser posible?”

“Es una buscona, le repito. Y no me diga que no sabe lo que es una buscona, porque entonces...”

“Sí sé, eso sí lo sé, una buscona…”

“Anímese, dese prisa, mire, va entrar al ascensor.”

“Pero yo no tengo nada que decirle.”

“Invente cualquier cosa. Alábele el vestido, lo que sea, ¡y vaya de una vez, cojones!”

Así que el hombre de los calcetines a franjas que no ha visto nadie va hacia la chica, se interpone entre ella y el sensor de la puerta y la mira a los ojos, dice:

“Perdone, he estado pensando…”, empieza con ojos de liebre asustada.

“Felicítese”, corta la chamaca de Simón Bolívar, y sin más abandona la idea de compartir ascensor y en cinco pasos encara la escalera.

El hombre de los calcetines escruta el horizonte: ni rastro de su amigo.

Así que cinco o seis minutos más de recorrer la galería, con Kandinsky como un resorte o una pinza de mar pitándole en los oídos, y entre el decimoséptimo cuadro de volutas azules sobre fondo ámbar y el cuadragésimo quinto de celdas sinusoidales los ve salir por la puerta agarrados del brazo.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Torwell y la 3189364ª montaña


En la última solitaria cañada de la 3189364ª montaña más alta del mundo, de camino a coronar la cima, Torwell, el explorador sin miedos conocidos, topa con un hombre solo. Lo encuentra sentado, meditando, flor de loto, ojos cerrados.

Hay cinco o seis simpáticos gansos silvestres y algunas avestruces esperando lo suyo. Niebla en la cumbre y huellas de lobo, es el último paso, el más temido: lo llaman simplemente “El Paso”.

El hombre que medita abre entonces los ojos y su mirada está llena de asombro (los párpados cuajados de legañas), grita:

“¡Swamsa Missa!”

Y se aovilla de espanto, ténebre, lúgubre, sin freno, hecho una bola auténtica de miedo gutural gargarizado, gimiendo como un perro al que nada le cuelga entre las patas porque los niños sin madre y las hijas que se encuentran a veces junto a las vallas por las esquinas han vuelto a quemarle la cosita.

“Vengo en paz, amigo”, explica Torwell, sonriendo. “¿Hablas mi idioma?”

“¡Chiquichambo!”, grita de nuevo el aterrado anciano, y aún convertido en bola empieza a escarbar en la nieve buscando refugio. Visto desde el culo y en altura, con la toga blanca prensándole las nalgas robustas pero no demasiado, a Torwell y a mí nos recuerda a un conejo. Cualquier conejo histérico sin manos.

“Escuche, amigo, ¿es éste el único sendero practicable? Persigo la cima.”

Pero hace en ese instante exactamente veintisiete segundos y un ligero cambio en la dirección del viento que el anciano ha desaparecido de la vista.

“¡¡Hinchalalancha!!”, resuena su voz desde lo hondo. “¡¡Snorkel!!” “¡¡Bailabamba!!”

Antes de marcharse, Torwell, persuadido al fin de su locura, deja al anciano, justo a la entrada del boquete en la nieve, envueltitos y gustosos en papel platina, un par de bollos de los que te compra tu madre, sin los cromos, pendientes de caducar más o menos de ahí a quince días.

Torwell levanta la vista: le enamora el paisaje.

Allí, irguiéndose a base de ladera y nieve suelta, sobre el azul del mar y todas las cabezas, más alto de lo que vuela un pájaro cualquiera, casi a la misma altura que el mejor helicóptero, a algo más de dos tercios de la vertical del Everest y sin nada que envidiar al K2, allí donde los sherpas se pierden y dejan sus huesos y se caga el Yeti, impensable para los impedidos por el vértigo salvo que acudan a terapia atroz y duradera, donde hace ochenta siglos lucía una planicie y pastaban los vegetosaurios, en el punto en que hace dieciséis años un caza noruego confundió un globo sonda con un ovni, donde Jesús Calleja perdió la compota y tú no irías nunca…la 3189364ª montaña.

martes, 1 de septiembre de 2009

Orleans

Orleans es una niña flauta con un vestido de notas musicales y diez uñas dulces como…eh…mantecados. A Orleans los ojos le cambian con la luna: de nueva a cuarto creciente, también sus pupilas. Los días de luna nueva Orleans vive de noche, como el topo y el búho. Para que no la vean con los ojos negros salta la valla del jardín que estás pensando y busca el hueco junto al seto más oculto. En cuarto creciente quiere y puede mirarte de soslayo, y entonces Orleans parece más soberbia de lo que saben los que la conocen. En luna llena sus ojos son charcos de blanco, sin pupilas, como faros, como rombos que fueran redondos. Mientras dura, Orleans sabe guardar un secreto, y además dan ganas de contárselo. Orleans es una niña flauta acostumbrada a sonar por sí misma. Los labios de Orleans son como mariposas resonantes, como filos de hielo, como antorchas olímpicas: queman al tacto. Cuando cierra la boca, le cantan los oídos, lleva un resto de niebla entre las uñas dulces como…eh…mantecados, que se pierde al rozarse con las yemas soltando un zumbido. A ella le encanta eso, lo procura. Un jueves alguien le cantó una canción, algo sobre hojas verdes que llevaba ya un tiempo sonando en su cabeza, con el mismo impulso se le echó en los brazos repitiendo: “sálvame”, y se fueron juntos.

En la quinta curva del segundo día, Orleans habló un poquito al caballero, dijo: “Llevamos dos días y aún no me has salvado.” El caballero cauto, hermoso, amable, blando como las cosas que son buenas por ser blandas, se volvió hacia su dama y sin soltar las bridas quiso saber de qué debía salvarla.

“Sálvame de este caballo. Del camino. De las horas. Y si no sabes salvarme, o no puedes hacerlo, deja que baje aquí mismo, y vuelvo sola.”

El caballero tan blando, tan amor, tan caparazón de bronce, no supo ver cómo se salva a alguien de un caballo, de un camino, de las horas, y llorando un poco se despidió de la niña.

Orleans tardó entonces doce días en volver a casa, y mientras avanzaba (siempre evitando el camino) los ojos le bailaron de fuego y le bailaron de pena. Los ratones se reían de ella, y ella de los ratones. Pasó un pocero con un lirón en los brazos y le ofreció mantequilla, era el séptimo día. Dos días después topó de frente con un “hacia arriba” bien clavado en el suelo, pero siguió adelante y prefirió ignorarlo. Trató de negociar con el décimo día para dejar entrar antes al onceavo. Pero en la preferencia, el cinco más cinco se mostró intratable. Llegó a casa un poco con los ojos casi en luna nueva, aún a tiempo de evitar los jardines. A la mañana siguiente contó algunas cosas que debían contarse y quizá deshizo algunas otras para luego rehacerlas. No volvió a recordar al caballero. Una noche, muchos meses más tarde, soñó con su montura. Y el animal llevaba los ojos de su dueño, en cuarto menguante.

martes, 25 de agosto de 2009

Flutehorn


El buen hijo de alguien con una bolsa a la espalda entra en escena. Hay niños y flores, canta un petirrojo que yo nunca he visto. El hombre dice:

“Me encantaría tumbarme sobre el pasto, pero igual está lleno de mierda.”

El viejo de la mirada distante lo mantiene a raya con un gesto, hace crujir los nudillos, le contesta:

“Puedes sentarte, siéntate donde quieras.”


Así que el hombre deseando una mujer se sienta a comer sobre el pasto. Hace un día como para dar las gracias a tu madre.

Y una armónica. Sonando lejos.

El hombre duda un momento: Ian Anderson no tocaba la armónica.

Al poco aparece cualquier viejo que no es Ian Anderson con los labios enormes y un hatillo de ramas a la espalda. Se acerca al hombre y dice:

“Yo no toco la armónica. Toco la armónica.”


El hombre no lo tiene claro. Otra vez el anciano de la barba blanca:

“Puedes tocar la armónica, o Tocar la armónica. ¿Me sigues?”

“Ahora sí. Iba después de punto y no entendía.”


Entonces el anciano de los labios de mono cuando es un mono de labios tan grandes como el anciano, se aleja trenzando una canción de hojas de hierba.

Y mientras el viejo se pierde en el cambio de rasante de la ladera abierta, el hombre piensa:

“Yo a ese viejo lo he visto antes en alguna parte...”

Piensa un poco más.

Y un poco más.

Ahora recuerda:

“Creo que en la portada del Led Zeppelin IV…”

martes, 28 de julio de 2009

Quang Cheng y el litigio de las aguas I


Tzú Quang Cheng, el reputado árbitro de litigios, tuvo una vez parte en cierto conflicto que se haría famoso: el de las aguas límpidas del río Lin-Quei. Este río, que en tiempos llegó a ser el más caudaloso de toda China, el de más amplias riberas, ubérrimas, tan densas, pobladas por árboles de copas inalcanzables como el cielo, donde pacía el ganado y ronzaban las bestias salvajes, aquí y allá salpicado de parejas adolescentes dando y entregando, este río, digo, depuraba sus aguas de manera natural y misteriosa. Podías muy bien vaciar un cubo de orín a su paso por tu lado, que su sustancia no alcanzaría en carrera más allá de tres metros a lo largo: al instante, mecanismo sin nombre, las aguas quedaban limpias y así seguían corriendo. Cualidad que habrían de aprovechar los habitantes de la zona poblada más cercana. Cada mañana, cientos de sus mujeres acudían a la orilla del Lin-Quei a purgarse las manos, la cara, los ojos, tomando para sí cubos y cubos del agua divina que iba a servir para guisar el arroz, pochar la carne o cocer el pescado.

Todo hasta que se cernió sobre este río el hálito infernal de la avaricia. Ming Po, el potentado, antiguo jefe de tropa y alguacil retirado, decidió a solas que aquel tercio de río, exactamente de una parte a otra a su paso a la altura de la aldea, le pertenecía por derecho. No adujo razones. Sólo se plantó allí como lo haría en su casa y cercó las dos márgenes con tablones de nogal antiguo. Clavó un letrero de aviso, todo lo hizo en una sola noche: “Cada tazón, cuchara y pote cuestan desde hoy tres monedas de plata.” Nadie disfrutaba de tal peculio estratosférico en aquellos días, así que las aguas del milagro llegaron a ser virtualmente capital absoluto del ex jefe de tropa y alguacil retirado. Allí que se pasaba las tardes de delirio, embriagado hasta las trancas por el aroma sutil de la corriente, hablando con los peces y trenzando briznas como un niño idiota. En su deliquio, casi olvidó a su esposa y la hija de ésta, abandonadas bajo techo en su choza de aldea. No pasó demasiado, cierta tarde turbia por trabada de tierra y polvo fino, se presentó por allí el árbitro de litigios, Quang Cheng, con un mensaje: “Te hago saber, oh terrible avaricioso mejigrasiento e inhumano, que haré de ti el más abyecto ejemplo de corrupción moral y bajo instinto entre todos los hombres de la aldea, y esto en nombre y favor de la tan admirable como dadivosa Chun Nang Wei, hija de Lee Nang Gong y esposa mía, porque es verdad que llevas tiempo inflándonos a todos las pelotas, tiene un límite…”

Y esto ocurrió justo seis meses y diez días después de cercadas las márgenes del Lin-Quei. No salía de su asombro Ming Po, el infame egoísta, y ganas tuvo de matar al viejo (que lo era) ahogándolo sin pena en la orilla fluyente.

“Te me apareces ahora como una mala polca de esas que tocan a dos manos en España.”, fue todo lo que dijo.

“La polca no es española”, corrigió al instante el sabio Tzú Quang Cheng.

“¿No es eso que se toca dando palmas, con una caja hueca entre las piernas y raspando con las uñas un Liu Chin? Lo he oído decir, es cierto esto.”

“No es un Liu Chin, Ming Po. Gran ignorante. Hijo de lo más rancio. Allí lo llaman guitarra, cuenta la diferencia.”

“¿Es que has venido también a aleccionarme, viejo? Solventemos nuestro asunto de una vez. ¡Saca tu kaginawa!”, y diciéndolo, Ming Po se abalanzó de un salto y con la minga al aire sobre su cinto de cuero, aovillado en la orilla.

“No la llevo encima.”

“¡Saca tu kusari gama, entonces!”, (y dicho esto, ya él mismo sostenía la suya.)

“Nada de eso. No la llevo encima.”

“¡Déjame ver tu kunai, comadreja!”

“Tampoco. Olvídate.”

“¿No has traído nada? ¿Ni un kioketsu shogei?”

“Menos aún.”

“¿Un manriki? ¿Un mísero shinai?”

“Eres bastante pesado…”

“Dime que llevas al menos un cuchillo de mano. Una katana media. ¡Un suriken!”

“Sólo he venido a avisarte. Quedas denunciado.”

“Pero…¿no vas a pelear? ¡No puedo aniquilarte si no presentas batalla!”

“Me temo que no.”

Y dicho esto, Quang Cheng, luz de su tiempo, se alejó de allí sin volver la cabeza.

sábado, 25 de julio de 2009

El mito del pájaro Zushima (So-o-zima) II


“¡No quedan doncellas!”, se supone que llegó a exclamar el Emperador en aquel tiempo. Se convirtió en un problema de estado. La aparición en el horizonte japonés de aquella ave no mayor que el puño de un niño se trató durante los primeros meses sirviéndose del mismo protocolo que frente a una declaración de guerra. El ave Zushima, como alguien la bautizó poco más tarde, causaba estragos entre las doncellas, entre las gráciles, núbiles adolescentes que pululaban por las alamedas anchas y umbrías de los recoletos parques adornados de exvotos. Podía ser que cualquiera de ellas caminase con todo su donaire y exquisito garbo junto a los parterres floridos, cuando al instante comenzaba a notar el gusto sutil de un picoteo entre las piernas: ya el animal había invadido sus dominios más bajos, era tarde. Las mujeres, adolescentes, incluso hasta las niñas orgasmaban sin freno en los parterres, junto a los troncos de árbol, sobre los bancos de piedra. El ave Zushima sacaba su provecho. Libaba de los amplios coños libres, de los flujos femeniles hasta quedar saciado, turbaba el sentido de su víctima, la vaciaba de amores y reemprendía el vuelo, satisfecho y contento. Cuando esa mujer, esa joven, regresaba a casa con su marido, su novio, se hallaba entonces tan ebria de placer, tan entera, que renunciaba al sexo de por vida (o bien por largos periodos mensuales). Inaceptable.

Las trampas infantiles (las libaciones mendaces, los trampantojos con garfio, el veneno en los nidos), por demostrarse inútiles, dieron paso a nuevas estrategias, más expeditivas, severas, complejas. Se diseñaron presas de juguete (muñecas de alambre rellenas de trapo), embadurnadas hasta el pelo de jugo de coño, con la idea de que actuasen como reclamo al pájaro conflicto. De este modo se cazaron algunos ejemplares (que eran expuestos colgando de un hilo del árbol más alto de las frondas públicas, tal vez como advertencia). Pero pronto, o más que eso, el ejército de advenedizos tomó nota del encierro, y de tal modo que aprendieron por la llana observación a distinguir a la presa favorable de la simple carcasa mentirosa.

Pronto, como se cuenta, no quedaron doncellas. Toda novicia era desprecintada. Los padres temblaban y las madres se acurrucaban a sus pies como pasta de almendras, incapaces de llorar por sus hijas (siendo que todas ellas habían llevado alguna vez al intruso entre las piernas, la voluntad no les daba para condenarlo). Por este motivo se prohibieron los grabados, los aguafuertes, los dibujos a tinta y a lápiz, la escultura, cualquier retrato del pájaro amargo se castigaba entonces con la muerte. Sólo circulaban bajo cuerda algunas representaciones, por lo demás obscenas, del ave maldita. Todas ellas terminarían por descubrirse poco después del armisticio de la Guerra de la Seda y ser reunidas en el patio de Palacio para prender la mayor hoguera de iniquidad y oprobio que vieran los tiempos.

Luego llegó un cierto tiempo de placidez tranquila, cesaron los incidentes. Los hombres ejercieron al fin presión de pene sobre sus mujeres y ni una sola de ellas hubo de sufrir más el acoso del monstruo. Se descolgaron los despojos podridos de los árboles altos y se retiraron las trampas de niños de las zonas estratégicas. Nadie volvió a hablar de muñecas de trapo y las avenidas y las alamedas volvieron a poblarse de mujeres sin escolta.

El único ejemplar cazado vivo piaba junto al lecho del Emperador, en su jaula de oro. Reducido a la nada, un bulto enano sin gracia. Su Fulgurante Gloria, dueño de los hombres, de nuevo henchido de autosuficiencia, solía escupir al Zoshima cada tarde, dedicándole insultos de la peor especie, sometiéndolo al trauma renovado de las brasas en los ojos, la cera en el pico, las agujas en las alas. Se cobraba así por el suplicio de sus súbditos y el suyo propio. No olvidaba que su mujer había llegado a ser la última intacta, y esto sólo por la suerte de su cárcel en Palacio. Lamentaba cada virgen a la que el Zushima había arrancado su virtud de forma prematura. Cada desencuentro familiar por causa suya. Cada novia vendida. Cada joven. Cada niña. Y por fin sonreía, complacido.

La mañana en que su esposa apareció en el Gran Salón del Trono rogando por el Zushima, recién fugado de su jaula, el Emperador Qiang supo que odiaría a aquella ave para siempre…

El mito del pájaro Zushima (So-o-zima) I


Yang Huei, el celebérrimo criador de pájaros y veterinario del Emperador, calculó, hacia el año 1373 de nuestra era, que en el mundo sobrevivían ya tan sólo unos treinta ejemplares del ave Zushima, la mayoría de ellos habitantes de las islas occidentales del Japón, excepción hecha de los hallados por Uri-Teng-Goi en sus rutinas exploratorias por los territorios de Mongolia, Malasia, la China del sur y los márgenes de Vietnam y Camboya, aves que acabarían siendo exterminadas poco más tarde (se decía que cada Zushima ocultaba la clave de una vírgen, de sus entrañas manaba el jugo secreto de la conquista).

No existen imágenes del ave Zushima, su reproducción llegó a estar terminantemente prohibida en tiempos de la dinastía Ming. En cuanto a su nombre, se trata solamente de una aproximación fonética al original. La grafía prístina se ha perdido para siempre. Su traducción, pese a los intentos de exégetas y lingüistas durante más de seis siglos, continúa también siendo un misterio, si bien se acepta comunmente la transcripción vulgar de "Cristalagua", puesta de moda a finales del siglo XIX por el semiólogo y articulista francés Arnald Dupont.

lunes, 20 de julio de 2009

El león blanco de Sumatra y la mole gigante con piel de plastilina escamosa y boca de grapadora


El león blanco de Sumatra
Mide veinte metros
O más, como un edificio
Y cuando te mata
Hunde sus dientes en tu sangre
Desmembrando, rompiéndote los huesos

Sabe siempre dónde vive tu familia
Y después de todo
Va llorando
En canoa
A buscar tu casa
Para pedir perdón a tus padres

Eso hasta que lo enfrentaron contra la cosa
Gigante y sin nombre
Hecha como de costras blandas
Marrón claro y más oscuro
Sin ojos, con la boca larga como una grapadora
Y muchos dientes
Que le arrancó la cabeza de un mordisco
Mientras luchaban en la azotea llena de antenas

Tremendo

lunes, 13 de julio de 2009

Swish & Sway


Eh, chica, con tu swisanswei
Y en tu yelowdrés
Crosacrosderrúm

Chica, con tus freckless face
Freckless lace

Eh

Eh

Eh

jueves, 9 de julio de 2009

martes, 7 de julio de 2009

W o u l d


Cuando llega a casa, bien puesta junto al fuego, como una estatua, diciendo que hay quien dice, y las bragas de ella calientes bajo la manta, sus brazos como antorchas, las uñas largas de mujer que quiere, bebiendo y comentando. Afuera hay una guerra de niños, una guerra de gente contra gente, lanzando lo que encuentran, a la cara. Los muertos brillan. Quiere ir en el camión pero no van a llevarle. Se mueven las ventanas, ellos no tienen miedo. La besa, dice: “Dónde has estado.” Y las palabras como chuletas de cerdo, chocando con los dientes, graffitis disparados. Se encierran en el cuarto y él le baja las bragas, la sostiene en los brazos, otra vez, y ella le lleva dentro.

Las niñas con el chocho en el agua, el pelo amarillo y las manos apretándolo detrás de las orejas. Su madre al borde de la piscina de plástico y el padre al fondo. Azul y blanco, las nubes y el cielo, lleva la cara de Carla Bruni, sobre todo la mandíbula y los dientes que te imaginas, pero la besan igual, siempre y todos la besan de la misma forma. La sonrisa del padre se los traga uno por uno, a los tres, sin aire dentro, los mata así, siendo sobre todas las cosas un hombre que ha parido. Las ventanas y las puertas lo hacen todo elegante, más elegante, con formas de arco y se van a follar dentro, follando desde dentro y follándose bien, la carne masticada, besada, cortada, sangrada.

viernes, 3 de julio de 2009

Suanseé

Más adelante, el negro de las alpargatas sucias lleva el hambre colgando como una pancarta: “comida para mí”, procurando que no se le echen encima cuando habla son las palmas de sus manos, blancas, “mugambi, nuwambe”, tragando chinchetas de negro, de pelo tan negro como él y más rizado.

El perfil de ella contra la claraboya, la luz de la ventana aunque la veas como una claraboya, hay más luz fuera, los ciegos caminan, llevan la luz en la sangre como pilas alcalinas, para comer cuando se vacían, abren la boca y se sientan al sol, madre mía. Cualquiera de ellos y ninguno lo que quiere decir.

No es una escoba aunque lo pongas contra las cuerdas, no es una escoba, ni es, no es,

sábado, 27 de junio de 2009

La frisis del quintor (con esposa)


Del tufuro fintor sin salento unas palabras para salir de su boca azul hacia fuera con la voz y los labios enormes: “Na…na…Ná” Lleva el pelo como él, peinado en redondo como los brazos de ella, los hombros, enamorados del bulto, tanto o más que los carniceros rellenos. La níxpero vox de ella retumbando, zunfuñando contra las paredes de la queja: “¡Volvete a casa, volvé!” Pero él sin oír ni quererlo, contra la puerta abierta, zigzagueando con el hueco de sus pantalones de esmoquin para no pintar con ellos que se manchan como queriendo, se aleja. Sin hueco en el marco no va a ninguna parte. Esa noche no vuelve y ella evita dormir un poco menos quieta, menos voz de azúcar y menos queriéndole. Él lleva la copa en el labio, ahora la lleva en el labio, la sostiene ahí, con líquido y sin él, diez o catorce veces, hasta estar bien borracho y llorando. Si hay alguien que le escucha él habla de ella: cómo sus manos y cómo sus labios. Hasta y luego pararse a llorar otro poco. De su voz negra, negra, negra, por su garganta y hacia abajo como un embudo, las cuerdas como cables de piano tensas igual que campanas que gimen. Insoportable de ser. Luego acompaña a esa otra mujer sin conocerla al cuarto enquistado, hundido hacia el final de la casa como un rombo, una cuña. La cama sin perspectiva con restos de amor encima y al montarla muy puta es como si estuvieran cayéndose pero no ocurre. Del marco interior con el somier por debajo existen las mantas justas para taparse después del meneo. Cuando ella empieza a comerse las sábanas por la parte blanca, él la deja en el sitio y ya es la madrugada. Vuelve a casa y la encuentra despierta, no ha dormido.

jueves, 25 de junio de 2009

Cuando estás entre las ruedas del autobús con un pequeño infarto imaginado, los colores de las flores al pasar. Es amarillo, tu corazón, trepa por las paredes. Quieres mirar a través de las barras, como las barras son, con manchas moradas, circulares, semicirculares, como la edad de los árboles. Tu carruaje es azul. Aunque lo ves amarillo. Y adónde quieres ir, dentro de los ojos de ella, pensando. Sol con sol. Tu miedo es una manera de hacer las cosas a la que te agarras siempre, cuando quieres, sin quererlo.

En un viaje con dolor por la parte de fuera, imaginado, mentiroso. Algunos que te hablan como los pájaros, pero no hay que hacerles caso. Sin ruido es mejor, mucho mejor para todos. Y así.

lunes, 22 de junio de 2009

El brillo de las estrellas que atraviesa el pecho es corazón. La aguja blanca, hay que tener cuidado. Las niñas se atragantan de trenza para ir al colegio, los perros ladran colmillos azules, sus patas blandas como suelo de handlewithcare, dos o tres maneras de hacer la misma cosa, un sillón saliendo como puede por la puerta, menos puerta que sillón, menos sillón que las manos de cinco o seis hombres y cómo lo llevan, sonriendo y hablando.

El vestido naranja de la señora que gime: “Me cago en la puta”, con las tetas hacia delante, grandes pero no redondas, como las tuyas cuando vas y vuelves, pesando dos debajo del vestido, el sostén una cesta de mimbre.

La madre de tu amigo hace lo que le sale del coño que los parió a todos y ahora pasa las tardes hablando como un loco. Es boca y es piel de cortina. Su padre inspeccionando el agujero y queriéndola tanto, a ver si vienen niños desde lejos. Hay que esperar un tiempo, dame un beso.
La habitación con las paredes de mantequilla y los pasos que das dejan su huella en la moqueta, que es de fresa y está llena hasta arriba, la ventana abierta al fondo: abres los postigos y sientes el aire, que es negro y azul. Cala por dentro.

Las baldosas que pisas con el dibujo alrededor del pie subiéndote por los tobillos hasta la rodilla, de colores, por debajo de la piel y ahora en tus ojos.
Los pies, uno detrás de otro, como mil, moviéndose son un ejército, una película. El brillo de las estrellas en su pelo blanco plateado (con cuidado de que sus pechos no parezcan algo que se sale- SALE-). Paseando a la luz de la luna, eso está bien. Ella piensa lo suyo y otros piensan lo de ellos. Hay un río a mano izquierda donde se ve su reflejo, hace falta asomarse. El amarillo de las estrellas picoteando el agua, como chispas doradas, luego blancas. Salta fuego del agua y un pez, la boca abierta, respira…

domingo, 21 de junio de 2009

Siej Stephanyek

Siej Stephanyek componía hasta tres obras geniales al día, luego se echaba a dormir en el diván de la entrada y hacía sonar los muelles para todos los públicos con las estrías de su espalda. Era asqueroso, pero a Lady Levianteu le encantaba: aplaudía aplaudiente hasta quedarse sin ruido en las palmas de las manos, esperando la mañana siguiente, cuando el camión de la basura pasara por allí a dejarle las correcciones ínfimas de sus manuscritos (sus dedales-ditos-dedos chasquearían entonces recordándole a su garganta cómo sonar al aire- remover el aire como una batidora en el centro del diafragma-). Nada gustaba más a su hijo que cantar al sol, solearse, con sus piececitos ahí, dlín, trín, uno detrás de otro, hasta seis pares, o foguearse planeando aplanarse contra las paredes sin pintar del cuarto grande, estrechándose contra el ladrillo como un folio sin chaqueta. Miss Levianteu no tiene inconveniente en poseer al niño desde dentro, quedárselo “pa-ra-e-lla”, darle un beso así-------------------->(intentando la mayor cantidad de saliva no potable posible).

jueves, 11 de junio de 2009

Magno

Magno piensa en algo para salir del atolladero
Un truco o cualquier cosa
Podría robar un banco, pintar un cuadro, sólo que supiera
Y la chica de las trenzas verdes está mirándole al fondo de la sala
Hace diez años que no me duele tanto la cabeza
Entonces Magno ve un lápiz dentro de un buzón y lo saca
Para dárselo a alguien, la vagabunda que ya conoce de vista
Dice: “Toma, espero que te sirva.”, y ella sale corriendo.

De las farolas
Y las papeleras
Y los oídos de la gente
Como altavoces: “Where the streets have no name”
Magno se da cuenta de que eso es una mierda
Mientras sale disparado en busca de la anciana
Va pensando que efectivamente
No tiene que servirle a nadie sino a él mismo
A la vuelta de la siguiente esquina la encuentra fácil
La anciana está allí, vendiendo el lápiz o comiéndoselo
Se gira para rogarle que no la golpee, no me, no

Atravesando los periódicos tendidos aparece la chica
De las trenzas verdes
Ha venido siguiéndoles
Así que Magno deja lo que está haciendo
Y le perdona la vida
Y le regala el lápiz
Que ha comprado a la anciana
Mucho antes de que el negro de la cartera de cuero
Pueda hacer una oferta.

El conejo, el gorrión & el padre de ella



Está ese loco con la gorra en la mano
Parado en una esquina
Pensando en sus hermanos

Luego la condesa con los labios de fresa
Que si quieres la tomas
Y si quieres la dejas

Hay una chica que ha perdido la vista
Lleva gafas oscuras
Por pasarse de lista

Y hay un conejo que se está haciendo viejo
Tiene orejas de oveja
Y reparte consejos

Hay una silla, sobre ella un jinete
Que maneja un muñeco
Se parece a espinete

Hay una vieja, se depila las cejas
Vive sola en el campo
Si su padre la deja

Hay un gorrión en la rama de un árbol
Esperando a la virgen
Esperando un milagro

Hay un soldado que quedó abandonado
Donde cagan las vacas
Que se comen el pasto

miércoles, 10 de junio de 2009

Ang sulat


“La última vez no estuviste amable. Tan atado a la cama que me daba vergüenza. Tu hijo pierde ya muchos dedos, ayúdale con eso. No me creas nunca la mitad de las veces: hay voces aquí y allá que cuentan lo que quieren sobre lo que hiciste."

Ella haciendo cosas malas

Quiero ser una
Casi lo que tú digas
Con cuarteles en la cabeza
Y algunos
Pero no muchos
Ojos para mirarme la piel
Debajo del pelo

Und Mitnehmen

Louis Vutton entra volando en el cuarto, dice:

“Te voy a dar dos razones para lo que hago, aunque ninguna es lo suficiente tulipán para mi gusto.”

Candy se clava a la pared y recita un soneto: “Todos los tristes ciervos”, agarra la mandíbula del padre de su novio y echa a correr hacia el jardín atravesando la ventana.

lunes, 8 de junio de 2009

Wish Fish


Es una hija pequeña lo que le cuelga del bolsillo, aunque. Los visitantes y las alfombras que firman “timbres” se giran hacia la izquierda, como abrir el grifo del agua caliente: “Tengo los pies planos y los ojos definitivamente”, suena a platos rotos maullando en el vientre de ella. Hay dos guitarras dobro y un Chevrolet guisante rumiando a la deriva, van llenos hasta el borde, destreza para todos y atados a la cola del Pez Premonitorio.

domingo, 7 de junio de 2009

Πάω

Puedes poner al taxista contra el salpicadero y meterle tres dedos por el culo. Oscar agradecido. Nadie diría que no le gusta. El cuentakilómetros en 2374, taxímetro corriendo. Seguro los ojos en las hojas de las palmeras que le esperan fuera, las puertas cerradas, aparcado en la esquina. A él le encanta sacar pecho, marcar los botones de la camisa, llevar la bragueta abierta, sabes, todo eso.

El tipo con las manos atadas a la espalda va pidiendo a los que pasan que le peguen y le peguen duro. Dejarse los dientes, eso le parece justo. Lo siente en el tacto. Además.

martes, 2 de junio de 2009

Kindergarten


“Me gusta cuidar a mi hermana.”, se dice Ernesto un día cualquiera de paseo por el parque. “Y ayudar a mamá y visitar a la abuela.” Camina un poco más, patea un guijarro, contempla el desfile de niñas salir del colegio, continúa pensando: “Y ayudar a los mendigos y ceder el espacio del ascensor a las señoras del quinto, bajar por la escalera no me cuesta nada.” Se sienta en un banco, hace crujir los dedos, remata la idea: “Dar limosna a aquel pobre cada quince días.” Se sienta a su lado una de las chiquillas. Va toda azorada, ha estado corriendo. Se agacha a atarse los zapatos. Se despeja la frente con un gesto, revuelve en su mochila de gansitos y flores. “Y a ti”, dice Ernesto clavándole los ojos, “dime, ¿te gustaría ver una cosita?”

miércoles, 27 de mayo de 2009

Town

Llega el viajero. A la entrada del pueblo hay un cartel:

DÍA DE LOS LOCOS

-Hola. Ese letrero...

-Es el día de los locos. La locura total.

-Ahá. ¿Y qué hacen todos hoy? ¿Visitan el manicomio?

-No, no. Los locos somos nosotros.

-Ah, los locos.

-Sí. Está abierto a todo el mundo, si se anima.

-¿Qué tendría que hacer? No estoy seguro de que me apetezca…

-Puede sacarme los ojos aquí mismo, por ejemplo.

-¡Los ojos!

-O cualquier otra cosa. Es la locura total, como le digo.

-Vaya…

-Acabo de matar a mi perro.

-¿Eso ha hecho?

-Es la locura total.

-Ya veo…

-Pruebe a sacarme los ojos.

-No creo que me gustase.

-¡Pero a mí sí! Hágame ese favor, hombre.

-El día de los locos.

-¡Eso es! Mire, los abro bien, así. Ahora usted.

-¿Quiere que abra bien los ojos?

-¡No! Quiero que me los saque a mí.

-¿No podríamos probar otra cosa?

-Lo que quiera.

-¿Puedo meterle un dedo por el culo?

-Por supuesto.

(se baja los pantalones, el otro le mete no uno, sino dos dedos gruesos por su culo en pompa)

-Ahhh, bien mirado no es algo tan loco, qué gusto…

-¿Los quiere más adentro?

-Por favor…

-¿Así va bien?

-…ugh…

-Me gusta el día de los locos.

-Y a mí…no lo dude

martes, 26 de mayo de 2009

Pater

-Leo, escucha.

-Qué quieres.

-Oí a mamá decir que todos somos hijos de un mismo padre.

-Bueno, eso ya lo sabías.

-¡Pero también Clara! ¡Y Juanjo! ¡Y Tamayo, el tendero!

-¿Hijos de papá? ¿Cómo es eso?

-Sí. Se lo escuché a mamá cuando hablaba con el cura.

-¿Qué es el cura?

-El viejo gordo que viene a ver a papá algunas veces. Ya sabes quién.

-¿Ese señor es el padre de todos?

-No. Yo creo que mamá se refería a papá.

-¿Papá es el padre de ese señor gordo, también?

-Parece que sí. Es una locura, ¿verdad?

-No me lo creo.

-Pues lo ha dicho mamá. ¿Mamá es una mentirosa?

-No habrás escuchado bien.

-Escuché perfectamente. Dijo: “Porque nunca dejo de tener presente que todos somos hijos de un mismo padre, puede usted creerme.”

-¿Y qué hacía ese señor hablando con mamá?

-No lo sé.

-Sí que es extraño, todo.

-Luego dejé de escucharles.

-¿Se marcharon?

-No, no lo creo. Al poco mamá estaba diciéndole por lo bajo que iba a hacerle padre de sus hijos.

-¿Los hijos de quién, esta vez?

-¡No lo sé!

-Mañana lo preguntamos.

-Vale.

lunes, 25 de mayo de 2009

Malta

- ¿Qué le pongo, amigo?

- Cachondo.

- ¿Disculpe?

- Una cerveza.

- ¿La quiere fría?

- Sólo quiero una cerveza. No haga tantas preguntas.

- Oiga…

- Mi cerveza, ¿ya la tiene?

- No le consiento esa actitud, señor. Va a tener que acompañarme a la puerta.

- ¿Por qué? ¿Ya se marcha?

- Voy a llamar a la policía.

- Le espero. Cuando vuelva, tráigame mi cerveza.

- Está loco.

- Se la he pedido fría, recuérdelo.

(seis minutos más tarde aparecen dos agentes; intercambian algunas palabras con el barman, se acercan a la mesa)

- Disculpe, caballero, ¿sería tan amable de acompañarnos?

- ¿Es una pregunta trampa?

- Levántese.

- Si depende de mí, la verdad es que estoy bien aquí sentado. Tome algo conmigo, agente. Le vendrá bien. Hace un calor de cojones. ¿A qué hora entró a trabajar esta mañana?

- (a su compañero) Ayúdame a sacar de aquí a éste. Por ese lado, ok. Sujétalo. Colabore y nos ahorraremos problemas.

(no opone la menor resistencia, se deja levantar de la silla por debajo de los brazos, apenas sí hace el esfuerzo justo para no desplomarse)

- ¿Está borracho? Enséñeme su carnet.

- Iba a beber. Pensaba hacerlo. Pero aquél (señala al camarero, que lo observa todo a distancia detrás de la barra) se entretuvo con tonterías hasta que aparecieron ustedes. Sabe, le pedí una cerveza y eso fue todo. ¿Me la trajo, él? No.

(lo arrastran fuera del local, se paran en la puerta, en el exterior, uno de los agentes le devuelve la cartera)

- Míreme a los ojos, mister: si está aburrido váyase a casa y ponga la tele. ¿Estamos? Ahora puede marcharse. No vuelva por aquí, eso le pido. Hágalo y la próxima vez tendrá que acompañarnos. ¿Le queda claro? Circule.

- No me importaría acompañarles. Qué buena gente. ¿Adónde sería?

- ¡Haga el favor!

- Me encantaría ir con ustedes.

- Oye, Dani, este tipo nos está tomando el pelo, ¿verdad?

- Me lo parece.

- Bien, contra el coche, abre las piernas. ¿Cuál es tu problema? ¿Eres un payaso? A los payasos los llevo muy mal, pero muy requetemal. ¿Quieres dormir esta noche en la celda?

- Me está haciendo daño.

- ¿Quieres dormir en la celda?, dime.

- Me duele.

- Cuidado con las payasadas, amigo. ¿Estamos?

- Estamos.

- Muy bien. Ahora sal de aquí echando leches. Que no te vea en todo el día. Si tengo que cruzarme contigo vas a lamentarlo. Venga, camina.

- ¿Al final no me llevan? No les molestaría nada, palabra.

(lo cuecen a hostias)

Thru fields


Ves la colina al fondo con el letrero en rojo, la carretera a oscuras. No hay demasiada altura hacia la derecha, pero no va a gustarte una caída. El puente atraviesa la carretera a treinta pasos, notas el frío a través de la chaqueta, la corriente en la cara. Hay luces al otro lado, en cada parte, a lo lejos. Cómo será que allí pueda vivir gente.

Knees

Fue después de meterle la cabeza en el váter y hacerle vomitar todo lo que llevaba dentro. No me sentí mejor. Así que la eché de casa con lo puesto, ni siquiera la dejé llevarse el bolso. Estuvo machacando la puerta durante dos horas, después de eso, pero yo ya no la oía. No escuchaba nada, en realidad. Y no era por el sueño. Había cerrado los ojos, pero mantenía la mente despierta. Todas esas visiones que vinieron después…Cuando llegó la luz, abrí los ojos y dejé el bolso de ella apoyado en la puerta, por fuera. Volví a cerrar y me metí en la cama. Entonces sí dormí.

La noche anterior empezó con ella sobándome la entrepierna a las primeras de cambio. La veía por primera vez en aquella esquina, la falda apenas bastaba para taparle el culo y la raja del escote en su vestido bajaba como un río hasta la hebilla del cinto. Una guarra cualquiera. Lo siguiente fue meterme la lengua en la boca, sentirla dentro de golpe y sin aviso, la mano de ella apretándome aún más fuerte los cojones. Rodamos hasta el baño del fondo de una pared a otra, girando ella sobre mí, yo sobre ella. Luego la puse a dos patas sobre la tapa del retrete y le di por el culo hasta quedarme sin fuerzas. Gemía como siete perras a las que estuvieran retorciendo el cuello, la hijaputa. De haber estado más sobrio le habría tapado la boca por que no entrasen a sacarnos de allí los camareros.

Zugmaschine

En el piso de arriba está ese viejo con el bastón en la mano y un guardaespaldas a cada lado. Tiene la peor cara, a punto de tocar a tu puerta. El viejo es como un secreto que sólo él conoce. Le cae el pelo blanco sobre los hombros y quiere abrirte la cabeza con el asa de plata. Si por él fuera, no haría nada más que eso.

La chica de las coletas y los labios de espuma vive en el entresuelo, sube a verte. Lo que busca es un misterio hasta para ella misma. De cualquier forma ocupa su lugar y tú ocupas tu tiempo. Hace muecas parada frente a la mirilla de la puerta y se muerde el índice porque está cada vez más cachonda. Esa cosa que hacen algunas cuando quieren llamar la atención. Pero no estás en casa.

El jefe de la guardia está agotado. Sólo espera comer y dormir. Por las noches se enfunda en un peto de bombero año dos mil cincuenta mientras su mujer se mea por las esquinas. Le gusta contar que estuvo en Okinawa. Su hija actúa como una puerca, lo soñó anoche como lo sueña siempre. A veces intenta una paja corta, gustosa. Le queda la polla blanda como un ravioli, como para cogérsela entre los dedos. Escucha el reloj que da las cuatro. Su mujer también es una puerca, de vez en cuando.

Hay un tractor aparcado en el vado, unos cuantos niños le tiran piedras. Lleva las lunas rotas y una rueda pinchada. Los perros lo mean. Bajo la lluvia. Tu madre lo mira por la ventana.

lunes, 18 de mayo de 2009

George Pebbles Blues


George Pebbles tenía un sueño
Trabajaba duro
Lo soñaba cada noche, Señor
Una granja en el este
Para él, su mujer y sus hijos

George Pebbles tenía un sueño
Construía una casa, Señor
Cada tarde al sol colocando las tablas
Decía: “Un día, y no tardará, remataré mi obra”
Se levantaba antes que el mismo gallo, Señor

George Pebbles ganó su sueño un día catorce
Alzó la última tabla y clavó la última tacha
Remató el frontis con cien o doscientas clases de flores
Esa tarde su mujer aplaudió con ganas
Mientras los pequeños se tapaban la boca, admirados

A George Pebbles lo atropelló un tractor el día quince
Le pasó por encima, Señor
Su mujer y sus hijos viven solos ahora
La casa aguanta todavía

domingo, 17 de mayo de 2009

Baumwolle


Me acunaba en sus brazos, decía: vas a volver adonde crece el algodón y las tardes son tan largas como eso, volverás un día. Fue donde los grandes campos, donde los lagos y los árboles de treinta metros, donde las largas hileras de gansos, las ranas toro y el hogar junto a la chimenea. Con la soga colgando de la rama más alta, la casa en el árbol, la lluvia los domingos y las tardes rastrojando, roturando, removiendo la tierra con los ojos fijos en el cielo. Abrojos y las manos llenas de cardos, los dedos trabados de púas, las rodillas sajadas, la sonrisa en la boca. Allí no hablaba nadie, los días eran largos.

viernes, 15 de mayo de 2009

Wrapped up in your magic shroud as ecstasy surrounds you

Meterte dentro de las piedras en rayos de sol. Dentro de las aceras y lo que hay por debajo y justo encima. Detrás de las verjas con jardines al otro lado. En los calcetines de las niñas y en su pelo, debajo de las camisetas blancas y agarrándote del marco de la entrada del colegio. Morirte allí del todo. Con un batido de vainilla paseando.

lunes, 11 de mayo de 2009

Tres pajaritos

- Todo eso de andar con mujeres usadas...al final se parece demasiado a tirarse a la mujer de otro, de segunda mano, ¿no es algo así?
- En cierto modo...
- Lo hice una vez, tío. Y yo diría...yo casi diría que el coño de aquella tía apestaba tanto a macho como recién salida de un polvo. Asqueroso, qué cojones.
- ...
- Además, es cierto. Porque las tías...cualquiera de ellas viene a ser sólo el recipiente, ¿entiendes? Todo dios echando allí dentro su porquería: negros, chinos, hindúes, semen, semen, semen...y eso te lo mamas tú a la vuelta, es lo que encuentras.
- No será tanto, yo...
- Es, es. Créeme. ¡Y alguna te pedirá que se lo mames! ¡Un huevo, hombre! ¡Y un huevo! ¡Que me la coman ellas a mí, antes de eso!
- Por otro lado...puede que a base de uso, de otros usos, digo, usos anteriores... les queden las paredes más blanditas, lisas, amigables, imagínatelo. Yo no lo encuentro repulsivo.
- Desagradable.
- Ni siquiera desagradable. En realidad es como andar poniendo cuernos, ¿no te parece que eso lo hace todo más...interesante?
- Interesante...
- Sí. Como cuando es a tu prima a quien te tiras, con quien te masturbas, robas sus bragas o lo que sea. La misma sensación.
- Es algo loco.
- ¿Algo quiere decir "un poco"?
- Quiero decir completamente enfermizo.
- ¿Lo que he dicho?
- ¿Te acuestas con tu prima? ¿Con Rita?
- Esa no es la cuestión ahora, eh.
- ¿Lo haces?
- Oye...
- ¿Lo haces? ¿Te la tiras?
- ...
- ¡Lo haces! ¡Te estás follando a tu prima, tío! ¡Ay, hostias! Oye, y dime, ¿desde cuándo? ¿La conocía yo, cuando empezasteis?
- No voy a...
- Sólo dime eso. ¿La conocía yo, entonces?
- Sí...
- ¿Habíamos...habíamos salido ya todos juntos alguna vez? Quiero decir, estando todos allí...los tres, vosotros dos ya...?
- No desde el principio mismo. La primera vez fue un mes o dos después de presentártela. La noche que tú y Clara...Oye, de todas formas, ¿por qué es tan importante? No creo que lo sea, ¿qué puede importarte a ti, en realidad?
- Dime una cosa...¿Es algo serio? ¿Vais en serio? ¿Realmente? Es como algo...como si hubieseis dicho: "Oh, aquí estamos, vamos a aprovecharlo, lo que dure...", o hay por medio algún tipo de compromiso? ¿Es así, cómo es la cosa?
- En realidad estamos saliendo.
- ¡Saliendo!
- Sí. ¿Qué pasa con eso?
- Rita sale conmigo, tío...
- ¿Contigo? ¿Mi Rita?
- Mierda, tío. Tu Rita. Mi Rita. La que yo creía mi Rita, al menos.
- Mientes. Mientes, no hagas eso, tío.
- No miento una mierda. Compruébalo. Lo haces tú o lo hago yo, de todos modos. Ahora mismo.
- ¿Rita? Rita...hola, sí. Escucha, estoy aquí con...él, sí. Tomamos algo. Acaba de contarme...escucha, acaba de contarme, te reirás, espero...
- ...
- Sí. Eso mismo. Entonces es cierto....cierto....Pero tú. vosotros dos sois...tú...Rita, resulta que eres...una puta, sí. Exacto. ¿Hasta cuándo pensabas...? No, no me calmo una mierda. Dime. ¿Hasta cuándo...? Porque además él ni siquiera estaba al corriente...en realidad pensaba ser yo mismo quien...eres una guarra, ¿lo sabes?
- Pásame con ella. Sí, Rita. Yo. Escucha, voy allá a cortarte el cuello. Sal echando leches.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Visvique


Estábamos en las canchas, tirados allí, con el sol pegándonos directamente en la nuca. Habíamos jugado bien, descansábamos antes de empezar de nuevo. Jorge se incorporó sobre un costado, vuelto hacia mí, apoyó la cabeza en la palma de su mano, dijo:

- Lo pasamos bien, ¿eh?

- Sí.

- Un día no lo pasaremos tan bien, ya no será lo mismo.

- No pienses en eso.

- No lo pienso.

- Bien. ¿Has visto aquella loma, la del fondo? No creo que ese verde vuelva a repetirse hasta el año que viene.

- Aún quedan días de verano.

- Pocos. Luego no volveremos a verlo. Disfruta ahora.

- Disfruto mucho. Vivo aquí, acuérdate.

- Estás acostumbrado.

- Claro. Cada vez que vuelves te asombras con lo mismo. En realidad es como si nunca aprendieras. Eso, o tienes una memoria lamentable.

Rió.

- La tengo. Eso es lo que pasa. ¿Se ve el mar, desde aquí? Nunca me he parado…

- No. Olvídate. Queda al otro extremo, detrás de aquella montaña. Si no la hubiesen puesto ahí, verías el mar como me ves a mí.

- ¿Quién la puso ahí?

- Pues…Dios, supongo.

- Dios…

- O lo que sea. Oye, empezamos con la segunda parte. ¿Estás descansado?

- Sí.

- Vamos.

martes, 5 de mayo de 2009

Lona

- ¿Tú sueles tener miedo?

- ¿Miedo?

- Sí.

- ¿De qué?

- No lo sé. De esto o lo otro.

- No me gustan las arañas.

- ¿Sólo eso?

- Duérmete.

- ¿Sólo las arañas?

- Los gusanos tampoco me gustan. No me gustan las mantis. Ni las noches oscuras. No me gusta cuando papá y mamá gritan.

- Ah.

- Duérmete.

- A mí me da miedo que me mates.

- Qué dices.

- Me da miedo que me mates si me duermo.

- No digas disparates, ¿por qué iba yo a matarte?

- No lo sé.

lunes, 4 de mayo de 2009

Promenade

En la cabaña con los zapatos llenos de barro y la cadena de plata. Tienes la espalda quemada como un cochino de alberca y parece que las horas no pasan. Sólo puedes quitarte la camisa con cuidado, los pantalones salen más fácil. Hay ese cuadro en la habitación del fondo, sobre la cama doble, las sábanas aparecen revueltas. Hace un sol de tres pares de cojones y van a dar las siete. Comes algo, sin querer echas un vistazo a tu tobillo hinchado. Ella te dijo que sería mejor que evitases ponerle la vista encima hasta que lo viera un médico. Es un bulto violáceo justo encima del empeine, duele lo suficiente.

Entonces te fijas en las paredes, las vetas de verdín sobre las junturas, intuyes el musgo del otro lado, la humedad calando la madera, filtrándose a través de esa especie de gotelé áspero que con el tiempo transforma el maderamen en algo parecido a la gomaespuma, de consistencia resinosa. Te sientes a salvo y seguro dentro. En el exterior la corriente restalla en rachas largas contra las copas de los pinos, los obliga a bandearse como cañas finas; a pesar de todo, parecen mantener la formación deliberadamente, alzarse contra el viento como uno.

domingo, 3 de mayo de 2009

Paseo inglés


Hay tierra por todas partes y siempre puedes excavar, cavar un hoyo o una zanja y sentarte allí a comer un bocadillo. Nunca es demasiado tarde cuando entiendes la hora por el sol y llevas comida en la mochila. No necesitas gorra y el agua la bebes como viene de la corriente. Entre ribazos. Sentado allí con los perros al otro lado y te parece que a cualquiera le encantaría un trozo de papel pero tú tienes las hojas secas debajo del culo y ahora sientes la superficie áspera raspándote las yemas, te libras de los restos y lo siguiente es una cabezada, echarte sobre un costado y cerrar los ojos, sin ni un alma allí, porque no hay nadie a diez kilómetros a la redonda y además tienes la casa del árbol. Cómo te encantaría una barca, pero tendrá que esperar, y de todos modos dónde sino en la costa, y eso queda lejos, bien lejos, cuarenta o cincuenta kilómetros desde tu punto, y quién necesita una barca cuando es gratis abrir la boca, los oídos, y cerrar los ojos.

miércoles, 29 de abril de 2009

Ragged company


De entre las flores, el diablo. Sabes que es el diablo aunque parece una niña. Lleva esa cesta en la mano que de repente es un ramo de flores, luego se pierde. Ahora le quedan las manos vacías y te ha puesto los ojos, inclina la cabeza a un lado, las margaritas se elevan dos palmos del suelo y oyes cantar a los escarabajos. Detrás de ella los montes y las hoyas verdes, las lomas, la colina. Hay un cartel porque podrías perderte. Subiendo la pendiente llegas a esa casa, lo que haces. Dejas a la niña atrás, masticando hierba, parece que le gusta. Vuelve a ponerte los ojos. Pasa un cuervo. A media altura, subiendo la cuesta, empiezan a dolerte las rodillas, pero es un dolor agradable, gusta mucho. Dirías que llueve, caen algunas gotas. En la cima te sientas o te tumbas, tienes la puerta al lado con el timbre en alto. Los perros están ladrando que has aparecido. Sin enterarte estás tocando el timbre. Es el diablo, la niña, quien abre la puerta…

martes, 28 de abril de 2009

lunes, 27 de abril de 2009

Tu escena con el fauno y unos cuantos animales


Entre los árboles te das de frente con el fauno de la tremenda polla cantando arias de gnomos y todas esas cosas. La hierba cruje bajo sus pezuñas y algo así te gusta lo bastante. Lleva el pelo como quiere, eso es cayéndole sobre la frente y hacia un lado. Agarra la flauta con una mano y se sostiene los cojones con la otra, te saluda con los ojos, cocea al aire. A estas alturas el coño te hace gárgaras y al fauno le están faltando manos para sacarte la ropa.

¡Bravo! Escena así sobre la hierba verde, los búhos saliendo a verte, y los gusanos y los jabalíes y las mariposas, todos en círculo, aplausos.

El fauno está agotado. Vuelve a coger la flauta y sopla dentro.

El corro aumenta, andan por allí ciervos, garzas, lobos, chinches, liendres, osos, cornejas, gaviotas, lémures…

Tu fauno sigue soplando, sin levantarse, tendido de costado, apoyado sobre un codo.

¿Tiene algo que decirte? No, no lo cree.

Pero tú ya le amas.

Silk upholstered chair

Eh, con tus magnolias finas y tus vueltos de falda, los ojos en negro. Como tener un perro y colgarle dos lámparas, si lo tuvieras. Te gusta el refresco de los lunes en la terraza al sol, las gotas sobre el pecho, todo prensado así, tan elegante. Hay una flor en tus ojos, una flor en tus labios. Volviendo la cabeza como si no lo escucharas, pero sí lo escuchas.

Tienes al hada madrina, la canción de los jueves, la carne de los brazos, el espejo, el calendario y la palanca de cambios, los ojos en blanco.

Hay esa mujer, se finge enferma cuando habla por teléfono, la voz como papel cebolla, dice: gracias, gracias y de nada. Y gracias, otra vez.

viernes, 24 de abril de 2009

En la esquina con el reloj caro y dándole cuerda

Digo que hay una gorda con ganas de comerse la esquinas de las fachadas, y un pobre cualquiera girando sobre los talones como un hijoputa derviche atado por la cintura a un motor hidráulico, como una peonza loca, el cabrón, qué culpa tiene, ninguna.

Y doscientas treinta y siete niñas saliendo como a borbotones de la puerta del colegio, todas con el conejillo ahí, frus frús, entre las piernas y tampoco tienen culpa. Algunas chupan caramelos, o se extienden pomada en el pelo, qué curiosas, digo, llamando por teléfono o masticando chicle, jugando al toca-toca en los baños del patio, con el jugo corriéndoles muslos abajo, qué alegres comadres, éstas sí que lo son.

Y un camión lleno hasta arriba de peras. Y una madre parturienta que ya tiene otra en casa. El que lleva las bombonas de gas con la espalda torcida (por ahora no le duele nada, espera diez años), y las fulanillas de postín que más que serlo lo fingen (pero no saben hacerlo, casi siempre gimen más de lo que hace falta), los periódicos en las aceras y sobre las mesas de los cafés, la bohemia intrigante y todo eso...

Y los pájaros y las flores. Que no ven los esquimales. ¿Qué pájaro ven los esquimales? Alguna gaviota confundida o polizón en un rompehielos. Como mucho un loro, el capitán lo adora hasta que se le muere.

Y canciones en las avenidas y mujeres desnudas y parques llenos de gente tumbada en la hierba.

Grande, yo voy, vamos todos.

Ah ah.

Rivulet


En la margen izquierda hay un lecho de piedras cubiertas de musgo en forma de nido. Dicen que si pasas la noche descalzo sobre esas piedras, al día siguiente llegas a sentir que hayas vivido cien años en el espacio de esas ocho o diez horas. Aparte de los niños, no hay mucha gente que le haya puesto fe, y ninguno, que yo sepa, que haya querido probarlo.