domingo, 27 de septiembre de 2009

Clavo


Es el quinto asalto en el palacio de deportes que ya sabes y Clavo, el estupendo pegador parido en Cádiz, se deja la nariz, la boca, el alma y la cera de los guantes en su batir y chocar y rozar y abrazar con Albino, el estratega manso de la pegada engañosa.

Cae a la lona el estupendo Clavo, le sangra la nariz, el pabellón da vueltas.

“¡…2…1…!”

¡Clavo está en pie de un salto, antes del fin!

Gira en redondo, tiembla, baila a saltitos cortos besándose los guantes, calcula la distancia.

Albino ajusta los huecos y se besa los bíceps, también da botes cortos, en círculo, aguardando…

Clavo tiene problemas, no ve claro. Hay una nube azul en sus pupilas que de frente es blanca y de canto amarilla, por momentos restalla en tonos fucsias, verdes, rojo intenso.

“¡Me cago en la puta!”, piensa, “¡sólo me faltaba!”

¡Atención! ¡Lo acomete Albino con vapores de azufre en los ollares!

¡Acude como un frente!

¡Llora al trotar! ¡Llega sudando sangre, liberado!

¡Se le echa encima! ¡Hecho! ¡Ya está sobre Clavo, jadeante, toreándole a guantazos las mejillas!

“¡Vas a escupir la entraña, hijo de puta!”, sale de su garganta y no se escucha.

Clavo está atónito, disperso, trasladado. Lo que ven sus ojos, con retardo, es la figura enorme de Albino aún cruzando la lona, viniendo hacia él, anticipando el salto.

Y piensa que no es justo, cómo ocurre. Porque no ve y no sabe y ya no tiene ganas de seguir pegando.

Sueña de pronto una mujer y un hijo y una casa en verde y tres o cuatro perros. Y por la tarde fiesta y por las noches Ella. Cada mañana despertar sin peso, y flotar a dos palmos, tocado por la gracia, salir a ver el sol, beber del tiempo, volver a casa y otra vez con Ella, el niño en su vergel y todo en orden…

Eso detrás de sus guantes, bajo el cráneo. Fuera, Albino el desatado diseña su castigo: golpea el mentón, los flancos, el pecho y otra vez la nariz, entre los ojos, un oído. Está matando a Clavo, no le importa. Lo machaca en el suelo, gancho a gancho, va pensando:

“El último combate y a vivir la vida: una mujer, un niño y una casa en el campo. Tres o cuatro perros. Y fiesta por las tardes, las noches con Ella...”

jueves, 24 de septiembre de 2009

Gusano


Cuerda, el desprovisto, caminaba a pasos cortos por entre la maleza, abriendo su vereda a sablazo de plata y con los pies sangrando dentro de las alpargatas de cuero.

El primer anciano había dicho: “Sigue el rumbo del guayabo.”

Y él había seguido el rumbo del guayabo, plantación tras plantación, hasta aquel punto.

Justo frente a él otra entrada excavada en la piedra, una más, la segunda. Al fondo, entre el vaho de la niebla profunda y la oscuridad espesa de la gruta, el segundo de los ancianos portadores.

“Vete a tomar por culo”, declara solemne el venerable haciendo un alto (porque hasta ese momento metía su lengua azul a tientas en la boca de un hormiguero turgente y asqueroso junto a la pared del fondo.)

Así que Cuerda, el mozo de agarre, elige sobornar al viejo con los restos de polvo de oro en su jofaina. Entonces el anciano habla, aproximadamente una cuarta y media aún más solemne que el viejo anterior:

“Hallarás lo que buscas si lo encuentras.”

Cuerda, sin llegar a estar harto, siente algo de rabia, así que elige prender las barbas del viejo con un resto de queroseno que se saca de la guarrería que le queda entre las uñas de la última vez que trabajó en la mina. Eso y un mechero.

Empieza a llover en la selva y un olor a pata asada se cuela entre el verde. Es Gusano, el buen hermano.

Lo llaman así porque es lo que contesta a todas las preguntas:

“Soy Gusano, el buen hermano”

¿Y hace algo para demostrarlo?

Nada.

Cuerda, el prejuzgado, abre la boca:

“¿Asas pata en la selva, amigo mío?”

Gusano levanta la cabeza y observa al visitante.

“Soy Gusano, el buen hermano”, contesta. Y mantiene la mirada fija en los ojos del otro.

“Gusano, amigo, qué bueno encontrarte. Verás, tengo hambre. Llevo ya seis días de viaje y esa pata es enorme, o eso parece…”

Por toda respuesta, Gusano da un paso atrás y oculta con su cuerpo el asadero (que es nada más que un lecho de brasas techado con un par de hojas resecas de palmera)
“¡Soy Gusano, el buen hermano!”, exclama con ojos nerviosos, temblándole el cuerpo.

“Tranquilo, Gusano, soy tu…tu hermano, eso es…sólo quiero…de esa carne. Sabes, esa carne. ¿Podrás compartirla?”

“¡¡SOY GUSANO, EL BUEN HERMANO!!”, grita el chiquito energúmeno con los ojos bailándole en las órbitas, y a tientas palpa a su espalda el pincho con el que asegura la ternura del Meal Deal antes de abalanzarse sobre Cuerda babeando como un perro.

Cuerda lo recibe con las rodillas arqueadas y la daga enhiesta en el centro del pecho, sostenida firme entre los puños cerrados. Y allí va a clavarse Gusano, atónito, de pronto atravesado, los ojos abiertos del que sabe que muere y los labios temblando como flanes de luxe.

“S…soy…soy Gusano…”, musita, perdiendo la vida, los ojos en blanco, “el b…buen…hermano.”

Y expira.

Cuerda se deshace del cadáver desensartándolo en suave silencio a lo largo de la longínea hoja de su daga.

Escucha y siente el peso de Gusano al caer al suelo, tan muerto.

Sonríe: sobre el lecho de brasas, bajo las hojas resecas, hay un asado esperándole.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

En la galería


Son dos que se encuentran en una galería. Uno de ellos lleva calcetines a franjas horizontales rojas y negras pero no lo sabe nadie y el otro está más que acostumbrado a meter las manos en el engrudo pastoso del cemento cuando tienes que hacerlo y formas la laguna que ya sabes, como un volcán con agua en el centro y vas dejando cuajar la mezcla poco a poco.

Así que el de los calcetines se acerca al del cemento y dice:

“Yo no creo…a mí no me parece que todo este montón de mierda signifique nada.”

Y su voz se entremezcla con el frío de pomada para pies del aire acondicionado demasiado alto.

“¿Entonces por qué viene a verlo?”

El hombre de los calcetines a franjas (y sudados) calla de repente.

“Tenía un rato libre”, dice. Y mira fijo al hombre del cemento.

Silencio un rato.

“¿Le gusta Kandinsky?”

“¿Quién?”

Una bolivariana morena de sangre con su chalé y su chacó cruza la sala de exposiciones, primer piso, ala este, buscando las escaleras incómodas, justo por delante de los hombres que charlan.

“¿Ha visto a esa hembra, compañero?”, sonríe pícaro el hombre del cemento, codeando las costillas de su amigo. “La conozco, se llama Elvira, la zorrona.”

El de los calcetines no lo pilla.

“¿Qué entiende por zorrona?”, pregunta.

“De ésas que no están aquí por ningún cuadro. Usted ya sabe, no me joda. Viene buscando rabo, rabo y pericia de artista.”

“Dice pericia de artista…”

“Eso es, eso.”

“¿Qué significa pericia de artista?”

“Hombre, ¿me toma el pelo?”

“En absoluto.”

“Mal va a irle entonces, compañero.”

“Ya es la segunda vez que me llama compañero

“Claro, ¡de guerrillas!”, señala a la chica de espaldas, sonriendo. Guiña un ojo al de al lado.

“¿Qué guerrillas? De verdad que no le entiendo.”

La bolivariana ha renunciado a las escaleras y espera el ascensor con el culito en pompa y el bolso de piel de alondra bajo el brazo.

“Anímese, vaya a decirle algo.”

“¿A ella? ¿Y qué voy a decirle?”

“Piense, si le sale bien, igual moja esta noche.”

“¿Moja?”

“Que se la lleva al huerto, hombre.”

“¿Al huerto? ¿Qué huerto, por favor?”

“¿Sabe lo que es FOLLAR, amigo?”

“Follar, hacer el amor. Claro, qué bueno.”

“Pues escúcheme bien: a esa mujer podría usted tirársela esta noche”

“¿Tirárm…”

“¡Hostias!”

“¡Le entendí!, quiero decir; ¿cómo va a ser posible?”

“Es una buscona, le repito. Y no me diga que no sabe lo que es una buscona, porque entonces...”

“Sí sé, eso sí lo sé, una buscona…”

“Anímese, dese prisa, mire, va entrar al ascensor.”

“Pero yo no tengo nada que decirle.”

“Invente cualquier cosa. Alábele el vestido, lo que sea, ¡y vaya de una vez, cojones!”

Así que el hombre de los calcetines a franjas que no ha visto nadie va hacia la chica, se interpone entre ella y el sensor de la puerta y la mira a los ojos, dice:

“Perdone, he estado pensando…”, empieza con ojos de liebre asustada.

“Felicítese”, corta la chamaca de Simón Bolívar, y sin más abandona la idea de compartir ascensor y en cinco pasos encara la escalera.

El hombre de los calcetines escruta el horizonte: ni rastro de su amigo.

Así que cinco o seis minutos más de recorrer la galería, con Kandinsky como un resorte o una pinza de mar pitándole en los oídos, y entre el decimoséptimo cuadro de volutas azules sobre fondo ámbar y el cuadragésimo quinto de celdas sinusoidales los ve salir por la puerta agarrados del brazo.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Torwell y la 3189364ª montaña


En la última solitaria cañada de la 3189364ª montaña más alta del mundo, de camino a coronar la cima, Torwell, el explorador sin miedos conocidos, topa con un hombre solo. Lo encuentra sentado, meditando, flor de loto, ojos cerrados.

Hay cinco o seis simpáticos gansos silvestres y algunas avestruces esperando lo suyo. Niebla en la cumbre y huellas de lobo, es el último paso, el más temido: lo llaman simplemente “El Paso”.

El hombre que medita abre entonces los ojos y su mirada está llena de asombro (los párpados cuajados de legañas), grita:

“¡Swamsa Missa!”

Y se aovilla de espanto, ténebre, lúgubre, sin freno, hecho una bola auténtica de miedo gutural gargarizado, gimiendo como un perro al que nada le cuelga entre las patas porque los niños sin madre y las hijas que se encuentran a veces junto a las vallas por las esquinas han vuelto a quemarle la cosita.

“Vengo en paz, amigo”, explica Torwell, sonriendo. “¿Hablas mi idioma?”

“¡Chiquichambo!”, grita de nuevo el aterrado anciano, y aún convertido en bola empieza a escarbar en la nieve buscando refugio. Visto desde el culo y en altura, con la toga blanca prensándole las nalgas robustas pero no demasiado, a Torwell y a mí nos recuerda a un conejo. Cualquier conejo histérico sin manos.

“Escuche, amigo, ¿es éste el único sendero practicable? Persigo la cima.”

Pero hace en ese instante exactamente veintisiete segundos y un ligero cambio en la dirección del viento que el anciano ha desaparecido de la vista.

“¡¡Hinchalalancha!!”, resuena su voz desde lo hondo. “¡¡Snorkel!!” “¡¡Bailabamba!!”

Antes de marcharse, Torwell, persuadido al fin de su locura, deja al anciano, justo a la entrada del boquete en la nieve, envueltitos y gustosos en papel platina, un par de bollos de los que te compra tu madre, sin los cromos, pendientes de caducar más o menos de ahí a quince días.

Torwell levanta la vista: le enamora el paisaje.

Allí, irguiéndose a base de ladera y nieve suelta, sobre el azul del mar y todas las cabezas, más alto de lo que vuela un pájaro cualquiera, casi a la misma altura que el mejor helicóptero, a algo más de dos tercios de la vertical del Everest y sin nada que envidiar al K2, allí donde los sherpas se pierden y dejan sus huesos y se caga el Yeti, impensable para los impedidos por el vértigo salvo que acudan a terapia atroz y duradera, donde hace ochenta siglos lucía una planicie y pastaban los vegetosaurios, en el punto en que hace dieciséis años un caza noruego confundió un globo sonda con un ovni, donde Jesús Calleja perdió la compota y tú no irías nunca…la 3189364ª montaña.

martes, 1 de septiembre de 2009

Orleans

Orleans es una niña flauta con un vestido de notas musicales y diez uñas dulces como…eh…mantecados. A Orleans los ojos le cambian con la luna: de nueva a cuarto creciente, también sus pupilas. Los días de luna nueva Orleans vive de noche, como el topo y el búho. Para que no la vean con los ojos negros salta la valla del jardín que estás pensando y busca el hueco junto al seto más oculto. En cuarto creciente quiere y puede mirarte de soslayo, y entonces Orleans parece más soberbia de lo que saben los que la conocen. En luna llena sus ojos son charcos de blanco, sin pupilas, como faros, como rombos que fueran redondos. Mientras dura, Orleans sabe guardar un secreto, y además dan ganas de contárselo. Orleans es una niña flauta acostumbrada a sonar por sí misma. Los labios de Orleans son como mariposas resonantes, como filos de hielo, como antorchas olímpicas: queman al tacto. Cuando cierra la boca, le cantan los oídos, lleva un resto de niebla entre las uñas dulces como…eh…mantecados, que se pierde al rozarse con las yemas soltando un zumbido. A ella le encanta eso, lo procura. Un jueves alguien le cantó una canción, algo sobre hojas verdes que llevaba ya un tiempo sonando en su cabeza, con el mismo impulso se le echó en los brazos repitiendo: “sálvame”, y se fueron juntos.

En la quinta curva del segundo día, Orleans habló un poquito al caballero, dijo: “Llevamos dos días y aún no me has salvado.” El caballero cauto, hermoso, amable, blando como las cosas que son buenas por ser blandas, se volvió hacia su dama y sin soltar las bridas quiso saber de qué debía salvarla.

“Sálvame de este caballo. Del camino. De las horas. Y si no sabes salvarme, o no puedes hacerlo, deja que baje aquí mismo, y vuelvo sola.”

El caballero tan blando, tan amor, tan caparazón de bronce, no supo ver cómo se salva a alguien de un caballo, de un camino, de las horas, y llorando un poco se despidió de la niña.

Orleans tardó entonces doce días en volver a casa, y mientras avanzaba (siempre evitando el camino) los ojos le bailaron de fuego y le bailaron de pena. Los ratones se reían de ella, y ella de los ratones. Pasó un pocero con un lirón en los brazos y le ofreció mantequilla, era el séptimo día. Dos días después topó de frente con un “hacia arriba” bien clavado en el suelo, pero siguió adelante y prefirió ignorarlo. Trató de negociar con el décimo día para dejar entrar antes al onceavo. Pero en la preferencia, el cinco más cinco se mostró intratable. Llegó a casa un poco con los ojos casi en luna nueva, aún a tiempo de evitar los jardines. A la mañana siguiente contó algunas cosas que debían contarse y quizá deshizo algunas otras para luego rehacerlas. No volvió a recordar al caballero. Una noche, muchos meses más tarde, soñó con su montura. Y el animal llevaba los ojos de su dueño, en cuarto menguante.