lunes, 23 de noviembre de 2009

Out of blue

La gran chica mujer con un par de algodones en el ojo del culo, dice:

“Eh, eh, eh, mi chico dice que me quiere, vamos a hacerlo esta noche.”

Así que se viste, eh eh eh, se viste como las chicas cuando van a hacer esas cosas…jajaja, lo que sabes, baja caminando por la acera, piensa:

“Eh, eh, eh, voy a gustarle esta vez, voy a gustarle más, eh eh eh…”

Y cuando los barrenderos, los mecánicos y los electricistas abren los ojos, va cantando:

“¿No es verdad…no es verdad que soy una chica estupenda, una gran chica?”

Cruza la calle, lleva la cabeza llena de guarradas, piensa:

“Vengo caída del Cielo y noto el coño como un barranco en octubre.”

Cuando llega a casa ahí está el hombre, dice:

“Ah, limón, pastel de frambuesa, hola, hola, hola. Te amo bien, como a los gatitos y a las niñas pequeñas. Vamos a la cama, a la cama, a la cama.”

lunes, 16 de noviembre de 2009

Hijo de puta madre

Tu madre tiene secretos que contar al repartidor del agua y son un misterio. Por eso te lavas la cabeza diez, cien veces cuando sales a la calle pensando que ella es buena y sabia y santa y antes de tenerte a ti daba de comer a los pájaros en las azoteas y ayudaba a las vecinas a tender la ropa. Pero a lo mejor es cierto que tu madre es una cerda, puerca, guarra y tú el esputo casual de tal coño como la regleta de una central eléctrica el día 25. Pero eso no lo piensas, o lo evitas. Tu madre no gasta en bragas, no paga nunca una cena, jamás te falta un plato de comida y a ella le sobra ropa en el armario. Por qué será…sin trabajar…sin dar un palo al agua. O trabajando, trabajando duro.

Así que le preguntas:

Y ella no te contesta, sino que empieza a llorar de repente.

“Dime, má, si lo eres…”, vuelves.

Y ella:

“¿No ves que estoy llorando, hijo de puta?”

viernes, 6 de noviembre de 2009

Hijas de la Primavera

En casa de las Hijas de la Primavera te recibe la dueña con los brazos abiertos. Y qué vas a hacer. Todas llevan sandalias de esparto y se desnudan fácil. Cuando elijas a una de ellas, que sea la más joven, no la más hermosa. Ya sabrás por qué. Ve con ella al baño, no te vuelvas, sino mírale el caño de oro entre las piernas, descubre cómo baja el flujo, casi musical.

Las Hijas de la Primavera comen Pájaro Zushima. Comen pienso de ave. Comen caña de azúcar. Beben té.

Así que comes Pájaro Zushima. Comes pienso de ave. Comes caña de azúcar. Bebes té.

Las mañanas son dulces, florales; las noches llegan siempre como empapa el rocío. Los sueños son puros, lisos, lúcidos, brillantes. Las Hijas de la Primavera van descalzas. Y les besas los pies. Y ellas besan los tuyos.

Sólo en una ocasión visitas a la dueña. Vive bajo una pérgola, al aire libre. Y aunque no permite que lo sepas, tú lo sabes: levita al caminar y nunca roza el suelo. Canta alguna canción, no demasiado alegre, dice cosas enormes en palabras pequeñas, siempre mira a los ojos, tiembla un poco.

Ya no vuelves a verla.

Despiertas una vez y otra, y otras cien de nuevo. Y cada vez un día.

Hasta que amaneces con las pupilas llenas de pan, llenas de leche, de viento y sal, de sol, de tierra.

Y porque ya lo tienes todo, dejas atrás la casa, vuelves al camino.

jueves, 5 de noviembre de 2009

La especie de niño con antenas trepa al conejo de la última puta del mundo a divisar el horizonte en zapatillas. Entonces tu madre coge una brocha del catorce con asa de corteza de cocotero a la sombra y escribe tres letras en la frente de tu hermana pequeña:

“A G T”

Las repasa con rotulador de punta fina y suspira aliviada. A descansar de tanto mono amigo y tanta mala saña. Hace un gesto con la mano, como atrapando las estrellas en redondo, se mira a los ojos en el espejo de enfrente, suspira de nuevo.

Ahí llegas tragándote el manillar, con la manija en la boca, cayéndote de la bicicleta a punto de aplastar al perro al trote desde el buzón azul de la casa de tu abuelo muerto hasta la caverna oscura como una tienda de campaña dentro de otra cueva que te parece siempre el coño de tu vecina con su gato de angora jugando al pelo-pelo entre las piernas, recibiéndote como a los amigos un domingo por la tarde, cuando empiezan a encenderse las farolas y la luna pierde al sol abriéndole una brecha entre los ojos con el taco de un arpón para ardillas ventrudas (que eso existe) y a tu madre le importa menos que tres cojones que el hermano de su hombre valiente haya dejado de tirársela de cuatro a cinco todas las tardes impares que aquél sigue gastando con fulanas de catorce años o al calor tibio del culo de una ristra de maricones sin techo que lo último que preguntan es tu nombre.