lunes, 21 de diciembre de 2009

Cangelotti

Día que Cangelotti tocó su guitarra tan fina, ángeles de las paredes y en los ojos de ella, amarle, mándole, tring tring (8), “Toca mejor que yo, veo”, y frús y trás la mano al bulTomás. Esto por ese lado.

Shando

A decir del mito de pájaro shashando por la mañana shando piando

Y de los living sunsets

De los proctovaginolaringólogos

Con tu pie de almendra

Flush

Cagando dolores de cabeza en dados pequeños y demás

Hazlelamor aaaalguien.

Nalgalguien.

Flor y pezón.

Acechando con tu ramo de astucias.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Marina

La encontró desastrada y al borde del delirio, encima la ropa fácil de los pobres, la falda carcomida hasta el centro de los muslos, la camisa deshecha y los zapatos rotos que en realidad no eran sino apenas dos suelas mal cosidas a remiendos de esparto. En aquel momento se revolvía feliz en la sopa caliente de su propia mierda cantando las canciones sin letra fija de sus tiempos de niña. Entonces se volvió hacia él, por un instante quieta, y cuando estuvo segura de haberle inventado el nombre que le recordaba, continuó chapoteando en su cenagal de estiércol, ahora más feliz, en compañía.

“Marina”, la llamó. “Soy tu marido.”

“¿Ernesto?”

“Sí, princesa. Ven, vamos conmigo.”

“¿No quieres jugar? Está recién cagada. Calentita.“

“No, mi vida, no. Ahora eso no, luego, más tarde”, la tomó por un brazo, se echó hacia atrás con ella sobre el pecho, en un escorzo viril que le recordó a bocajarro sus tiempos de novios, cuando se acostumbró a llevarla en volandas de una parte a otra de su piso sin puertas.

“¿Tú me vas a querer?”, le soltó ella de pronto. Y él vio temblar sus labios y brillar sus ojos, como antes de todo. “Porque si no vas a quererme”, dijo al fin, “me vuelvo aquí y sigo comiendo mierda, te lo juro.”

martes, 15 de diciembre de 2009

Tecoma Stans


Trastornado por la resaca enloquecida de su ensueño creyó encontrar de frente a Santa Eulalia ataviada de duende lascivo con un par de cencerros locos sonándole en las orejas, y la visión de espanto fue de tal calibre que lo arrojó a la tumba escaleras abajo. Rodó a trompicones hasta la misma puerta de la calle en silencio. Sobreponiéndose a la pesadez plomiza de la muerte próxima, aún mantuvo la lucidez suficiente como para entender con disgusto la clave de su engaño: el juego de luces y sombras, el bulto del vecino en carnavales, la tarde de invierno.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Nacolia

Entre la brea pegajolienta del cuarto a oscuras, Nacolia, la prostituta feliz de labios querúbicos y melena romana, acompaña el vaivén escanciado a rachas cortas de la pelvis del hombre con suspiritos sentidos género ardilla mimosa. Ciento dos mil luces le emborrachan la vista, siente prender la chispa, el latigazo en su espalda: de la planta de los pies a la punta del pelo, como el temblor final de una bujía, erizando las partes, la carne de él abriéndose camino.

Nacolia se deja ir sin levantar sospechas, corriéndose en silencio como las niñas sucias que son sucias por eso. Observa ahora la luna a la espalda del hombre, la ve subir, bajar, como zozobra un barco. Es blanca y alta y pura y le cabría en el coño. Es lo que va pensando en el último tercio, ése en el que ya sabes que el otro termina.

Justo un segundo antes se lo saca de encima, chilla desde el canal profundo entre sus pechos, con aliento a beso sucio y madriguera:

“¡Quiero la luna en mi coño!”

Y salta de la cama al estilo del hijo de alguien con un muelle en el culo, toda la carne al aire como las monjas cuando van a bañarse a la ribera y es de noche y tu padre no las ve pero ya le gustaría…

El hombre no la entiende, está desconcertado, lleva el calibre flácido del susto.

“Je veux la lune, bête!”

La especie de simio con su racimo colgando está más o menos empezando a enfadarse.

“¿Ahora hablas francés, putilla? Oye, qué estás haciendo…”

Nacolia se arrodilla, primero, como está, sigue desnuda. Luego se arquea hacia atrás, se deja caer de espaldas, entreabre las piernas en el aire…Entre la luna y su coño, sólo el mono del badajo esponjado. Le pide que se aparte…así, eso es, que entre la luz entera…

“Je veux…”, va articulando, lánguida…

”Je
Veux
la lune, oh oui…”


“Danse avec moi, chère”

Bella y cierra los ojos, ebria de efluvios dulces como nucas de niña, aún con las piernas en alto, más abiertas ahora, enhiestas como agujas de pino hacia el techo, así orgasmando…

martes, 8 de diciembre de 2009

Nadie

Perdió su nombre. Se lo fue dejando por las esquinas de los arrabales saturados de moscas y en la trastienda alborotada de las casas de putas, en las barras húmedas del aliento de todos y los pantalanes mugrientos de los muelles antiguos, lo perdió de a poco en los labios de las mujeres felices, como los ojos, la vista, en los bolsillos en huelga de los marineros y las faldas en fiesta de las colegialas con tetillas de hámster. Primero lo sintió como el lametazo tibio de un presentimiento fúnebre que se le fue colando dentro hasta la madrugada en que saltó como un resorte de su cama de muelles para gritarle a la calle que ya estaba bueno, ya tenía bastante, que con ésa eran seis horas de darle vuelta a la angustia, de virarse la cabeza buscándose el nombre y que lo había perdido.

Así que salió a la calle sin una sola pista, sólo el resabio equívoco de haberse llamado Ernesto alguna vez, pero no, el suyo de verdad era seguro una sílaba más largo, o dos: ¿Agustino? ¿Elizardo?

Con las primeras sombras de la noche fresca trincó a una pelandusca por donde cagan las madres, le trabó treinta billetes en el vuelto del escote y enfilaron sin prisas de vuelta a la cama de muelles.

Quince minutos más tarde, las aspas del ventilador zumbando desde el techo, el par de pezones duros como céntimos, la chica, de costado sobre la goma blanda de su cama de espuma, insistió en saber su nombre.

Él la miró fijo a los ojos y se mantuvo ahí para contarle que lo había perdido, que era de locos pero él no lo estaba, que desde aquella mañana se llamaba nadie, que tantas cosas manicomiales que ya no entendía…

A punto de quedarse sin razones, y porque desde hacía minuto y medio ella enseñaba unos ojos abiertos como copas vacías, le puso un último ejemplo:

“Mira”, dijo, “me pasa con el nombre como a ti con el virgo.”