jueves, 29 de octubre de 2009

Gamblers

Leonard Thomas Peterson, el marinero errante sin parche en el ojo (tu padre se lo robó en la refriega del 14, mientras dormía con la oreja izquierda sobre el vientre de la que iba a ser tu madre), se juega sus últimos cuartos con el astuto Jicky Constand (el trampero y jugador empedernido, hijo de sastre, nieto de condes). La tensión les agita las córneas y la llama en cada candelabro tiembla ante el desenlace próximo.

Es la decimoquinta carta, en este caso la que decidirá el lance. Jicky Constand está a punto de soltarla sobre el tapete verde de los viernes de agosto, junto a su copa de vino; hace un amago, silba y la retiene en su mano derecha, mira a los ojos de Leonard, abiertos y enormes como aquellas pepitas de los primeros tiempos en California (oh, las mujeres tiemblan de emoción a la espalda de cada hombre, seis por el lado de Constand, son tres por la parte de Thomas Peterson: una de ellas la famosa, dulce Marie Lou Walker-Dickinson, pariente lejana de Jicky y prometida de Leonard).

“¡Qué estás haciendo, suelta ya esa carta, Jicky!”, grita una de las muchachas (el escote bamboleante agitándose en el aire).

“¡Esa carta no gana!”, en la voz de Marie Lou, y volviéndose a su prometido: “¡Tranquilo, Leonard, ya lo tienes!”

Los dos hombres cruzan sus miradas, ninguno contesta. Jicky mantiene la carta en su mano, casi estrujándola en la palma, sigue clavado en los ojos de Leonard. Hay viejas rencillas pendientes entre ambos (pleitos testamentarios, litigios de propiedad, heridas abiertas que hablan de orgullo y codicia y se remontan al tiempo de los bisabuelos). Ahora, cincuenta y siete años después del comienzo, una sola idea nubla la mente de Jicky Constand: está a punto de hundir a su rival, enterrar para siempre al viejo odioso Leonard Thomas, primer amigo de la infancia y hoy encarnizado némesis. Todo a un solo movimiento de muñeca, dejar caer el naipe que sabe ganador sobre el tapete esmeralda. Casi escucha el corazón ahogado de su prometida (prima hermana de la famosa, dulce Marie Lou: Clara Lawrence, la de los ojos de río). Es mucha la ganancia, se lo juegan todo. Hora y media antes habían convenido en abrogar todas las causas pendientes, impugnar cualesquiera sentencias hasta la fecha a favor de uno u otro, ponerlo todo en manos de la suerte, atender al capricho de las cartas. Poner fin a la guerra para siempre.

Afuera ruge el viento que arrastra el polvo seco en corrientes contra el cristal de la ventana, haciéndolo restallar contra el vidrio como ráfagas seriadas de proyectiles fantasma. Ha oscurecido por completo, riela la luna en el cielo…

Constand no se decide.

Clara estrecha su mano: sólo suelta esa carta, hazlo, parece decirle…

La luna ondea azul sobre el agua del pozo.

Es viernes 1 de agosto de 1847.

Jicky abandona la mesa, guarda el naipe en su bolsillo.