sábado, 25 de julio de 2009

El mito del pájaro Zushima (So-o-zima) II


“¡No quedan doncellas!”, se supone que llegó a exclamar el Emperador en aquel tiempo. Se convirtió en un problema de estado. La aparición en el horizonte japonés de aquella ave no mayor que el puño de un niño se trató durante los primeros meses sirviéndose del mismo protocolo que frente a una declaración de guerra. El ave Zushima, como alguien la bautizó poco más tarde, causaba estragos entre las doncellas, entre las gráciles, núbiles adolescentes que pululaban por las alamedas anchas y umbrías de los recoletos parques adornados de exvotos. Podía ser que cualquiera de ellas caminase con todo su donaire y exquisito garbo junto a los parterres floridos, cuando al instante comenzaba a notar el gusto sutil de un picoteo entre las piernas: ya el animal había invadido sus dominios más bajos, era tarde. Las mujeres, adolescentes, incluso hasta las niñas orgasmaban sin freno en los parterres, junto a los troncos de árbol, sobre los bancos de piedra. El ave Zushima sacaba su provecho. Libaba de los amplios coños libres, de los flujos femeniles hasta quedar saciado, turbaba el sentido de su víctima, la vaciaba de amores y reemprendía el vuelo, satisfecho y contento. Cuando esa mujer, esa joven, regresaba a casa con su marido, su novio, se hallaba entonces tan ebria de placer, tan entera, que renunciaba al sexo de por vida (o bien por largos periodos mensuales). Inaceptable.

Las trampas infantiles (las libaciones mendaces, los trampantojos con garfio, el veneno en los nidos), por demostrarse inútiles, dieron paso a nuevas estrategias, más expeditivas, severas, complejas. Se diseñaron presas de juguete (muñecas de alambre rellenas de trapo), embadurnadas hasta el pelo de jugo de coño, con la idea de que actuasen como reclamo al pájaro conflicto. De este modo se cazaron algunos ejemplares (que eran expuestos colgando de un hilo del árbol más alto de las frondas públicas, tal vez como advertencia). Pero pronto, o más que eso, el ejército de advenedizos tomó nota del encierro, y de tal modo que aprendieron por la llana observación a distinguir a la presa favorable de la simple carcasa mentirosa.

Pronto, como se cuenta, no quedaron doncellas. Toda novicia era desprecintada. Los padres temblaban y las madres se acurrucaban a sus pies como pasta de almendras, incapaces de llorar por sus hijas (siendo que todas ellas habían llevado alguna vez al intruso entre las piernas, la voluntad no les daba para condenarlo). Por este motivo se prohibieron los grabados, los aguafuertes, los dibujos a tinta y a lápiz, la escultura, cualquier retrato del pájaro amargo se castigaba entonces con la muerte. Sólo circulaban bajo cuerda algunas representaciones, por lo demás obscenas, del ave maldita. Todas ellas terminarían por descubrirse poco después del armisticio de la Guerra de la Seda y ser reunidas en el patio de Palacio para prender la mayor hoguera de iniquidad y oprobio que vieran los tiempos.

Luego llegó un cierto tiempo de placidez tranquila, cesaron los incidentes. Los hombres ejercieron al fin presión de pene sobre sus mujeres y ni una sola de ellas hubo de sufrir más el acoso del monstruo. Se descolgaron los despojos podridos de los árboles altos y se retiraron las trampas de niños de las zonas estratégicas. Nadie volvió a hablar de muñecas de trapo y las avenidas y las alamedas volvieron a poblarse de mujeres sin escolta.

El único ejemplar cazado vivo piaba junto al lecho del Emperador, en su jaula de oro. Reducido a la nada, un bulto enano sin gracia. Su Fulgurante Gloria, dueño de los hombres, de nuevo henchido de autosuficiencia, solía escupir al Zoshima cada tarde, dedicándole insultos de la peor especie, sometiéndolo al trauma renovado de las brasas en los ojos, la cera en el pico, las agujas en las alas. Se cobraba así por el suplicio de sus súbditos y el suyo propio. No olvidaba que su mujer había llegado a ser la última intacta, y esto sólo por la suerte de su cárcel en Palacio. Lamentaba cada virgen a la que el Zushima había arrancado su virtud de forma prematura. Cada desencuentro familiar por causa suya. Cada novia vendida. Cada joven. Cada niña. Y por fin sonreía, complacido.

La mañana en que su esposa apareció en el Gran Salón del Trono rogando por el Zushima, recién fugado de su jaula, el Emperador Qiang supo que odiaría a aquella ave para siempre…

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