jueves, 24 de septiembre de 2009

Gusano


Cuerda, el desprovisto, caminaba a pasos cortos por entre la maleza, abriendo su vereda a sablazo de plata y con los pies sangrando dentro de las alpargatas de cuero.

El primer anciano había dicho: “Sigue el rumbo del guayabo.”

Y él había seguido el rumbo del guayabo, plantación tras plantación, hasta aquel punto.

Justo frente a él otra entrada excavada en la piedra, una más, la segunda. Al fondo, entre el vaho de la niebla profunda y la oscuridad espesa de la gruta, el segundo de los ancianos portadores.

“Vete a tomar por culo”, declara solemne el venerable haciendo un alto (porque hasta ese momento metía su lengua azul a tientas en la boca de un hormiguero turgente y asqueroso junto a la pared del fondo.)

Así que Cuerda, el mozo de agarre, elige sobornar al viejo con los restos de polvo de oro en su jofaina. Entonces el anciano habla, aproximadamente una cuarta y media aún más solemne que el viejo anterior:

“Hallarás lo que buscas si lo encuentras.”

Cuerda, sin llegar a estar harto, siente algo de rabia, así que elige prender las barbas del viejo con un resto de queroseno que se saca de la guarrería que le queda entre las uñas de la última vez que trabajó en la mina. Eso y un mechero.

Empieza a llover en la selva y un olor a pata asada se cuela entre el verde. Es Gusano, el buen hermano.

Lo llaman así porque es lo que contesta a todas las preguntas:

“Soy Gusano, el buen hermano”

¿Y hace algo para demostrarlo?

Nada.

Cuerda, el prejuzgado, abre la boca:

“¿Asas pata en la selva, amigo mío?”

Gusano levanta la cabeza y observa al visitante.

“Soy Gusano, el buen hermano”, contesta. Y mantiene la mirada fija en los ojos del otro.

“Gusano, amigo, qué bueno encontrarte. Verás, tengo hambre. Llevo ya seis días de viaje y esa pata es enorme, o eso parece…”

Por toda respuesta, Gusano da un paso atrás y oculta con su cuerpo el asadero (que es nada más que un lecho de brasas techado con un par de hojas resecas de palmera)
“¡Soy Gusano, el buen hermano!”, exclama con ojos nerviosos, temblándole el cuerpo.

“Tranquilo, Gusano, soy tu…tu hermano, eso es…sólo quiero…de esa carne. Sabes, esa carne. ¿Podrás compartirla?”

“¡¡SOY GUSANO, EL BUEN HERMANO!!”, grita el chiquito energúmeno con los ojos bailándole en las órbitas, y a tientas palpa a su espalda el pincho con el que asegura la ternura del Meal Deal antes de abalanzarse sobre Cuerda babeando como un perro.

Cuerda lo recibe con las rodillas arqueadas y la daga enhiesta en el centro del pecho, sostenida firme entre los puños cerrados. Y allí va a clavarse Gusano, atónito, de pronto atravesado, los ojos abiertos del que sabe que muere y los labios temblando como flanes de luxe.

“S…soy…soy Gusano…”, musita, perdiendo la vida, los ojos en blanco, “el b…buen…hermano.”

Y expira.

Cuerda se deshace del cadáver desensartándolo en suave silencio a lo largo de la longínea hoja de su daga.

Escucha y siente el peso de Gusano al caer al suelo, tan muerto.

Sonríe: sobre el lecho de brasas, bajo las hojas resecas, hay un asado esperándole.

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