martes, 1 de septiembre de 2009

Orleans

Orleans es una niña flauta con un vestido de notas musicales y diez uñas dulces como…eh…mantecados. A Orleans los ojos le cambian con la luna: de nueva a cuarto creciente, también sus pupilas. Los días de luna nueva Orleans vive de noche, como el topo y el búho. Para que no la vean con los ojos negros salta la valla del jardín que estás pensando y busca el hueco junto al seto más oculto. En cuarto creciente quiere y puede mirarte de soslayo, y entonces Orleans parece más soberbia de lo que saben los que la conocen. En luna llena sus ojos son charcos de blanco, sin pupilas, como faros, como rombos que fueran redondos. Mientras dura, Orleans sabe guardar un secreto, y además dan ganas de contárselo. Orleans es una niña flauta acostumbrada a sonar por sí misma. Los labios de Orleans son como mariposas resonantes, como filos de hielo, como antorchas olímpicas: queman al tacto. Cuando cierra la boca, le cantan los oídos, lleva un resto de niebla entre las uñas dulces como…eh…mantecados, que se pierde al rozarse con las yemas soltando un zumbido. A ella le encanta eso, lo procura. Un jueves alguien le cantó una canción, algo sobre hojas verdes que llevaba ya un tiempo sonando en su cabeza, con el mismo impulso se le echó en los brazos repitiendo: “sálvame”, y se fueron juntos.

En la quinta curva del segundo día, Orleans habló un poquito al caballero, dijo: “Llevamos dos días y aún no me has salvado.” El caballero cauto, hermoso, amable, blando como las cosas que son buenas por ser blandas, se volvió hacia su dama y sin soltar las bridas quiso saber de qué debía salvarla.

“Sálvame de este caballo. Del camino. De las horas. Y si no sabes salvarme, o no puedes hacerlo, deja que baje aquí mismo, y vuelvo sola.”

El caballero tan blando, tan amor, tan caparazón de bronce, no supo ver cómo se salva a alguien de un caballo, de un camino, de las horas, y llorando un poco se despidió de la niña.

Orleans tardó entonces doce días en volver a casa, y mientras avanzaba (siempre evitando el camino) los ojos le bailaron de fuego y le bailaron de pena. Los ratones se reían de ella, y ella de los ratones. Pasó un pocero con un lirón en los brazos y le ofreció mantequilla, era el séptimo día. Dos días después topó de frente con un “hacia arriba” bien clavado en el suelo, pero siguió adelante y prefirió ignorarlo. Trató de negociar con el décimo día para dejar entrar antes al onceavo. Pero en la preferencia, el cinco más cinco se mostró intratable. Llegó a casa un poco con los ojos casi en luna nueva, aún a tiempo de evitar los jardines. A la mañana siguiente contó algunas cosas que debían contarse y quizá deshizo algunas otras para luego rehacerlas. No volvió a recordar al caballero. Una noche, muchos meses más tarde, soñó con su montura. Y el animal llevaba los ojos de su dueño, en cuarto menguante.

1 comentario:

  1. Magnífica descripción de Orleans.

    Es uno de los Estados que a mi más me gusta, es cierto algo olvidado por todos.

    Un abrazo

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