miércoles, 16 de diciembre de 2009

Marina

La encontró desastrada y al borde del delirio, encima la ropa fácil de los pobres, la falda carcomida hasta el centro de los muslos, la camisa deshecha y los zapatos rotos que en realidad no eran sino apenas dos suelas mal cosidas a remiendos de esparto. En aquel momento se revolvía feliz en la sopa caliente de su propia mierda cantando las canciones sin letra fija de sus tiempos de niña. Entonces se volvió hacia él, por un instante quieta, y cuando estuvo segura de haberle inventado el nombre que le recordaba, continuó chapoteando en su cenagal de estiércol, ahora más feliz, en compañía.

“Marina”, la llamó. “Soy tu marido.”

“¿Ernesto?”

“Sí, princesa. Ven, vamos conmigo.”

“¿No quieres jugar? Está recién cagada. Calentita.“

“No, mi vida, no. Ahora eso no, luego, más tarde”, la tomó por un brazo, se echó hacia atrás con ella sobre el pecho, en un escorzo viril que le recordó a bocajarro sus tiempos de novios, cuando se acostumbró a llevarla en volandas de una parte a otra de su piso sin puertas.

“¿Tú me vas a querer?”, le soltó ella de pronto. Y él vio temblar sus labios y brillar sus ojos, como antes de todo. “Porque si no vas a quererme”, dijo al fin, “me vuelvo aquí y sigo comiendo mierda, te lo juro.”

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