martes, 28 de julio de 2009

Quang Cheng y el litigio de las aguas I


Tzú Quang Cheng, el reputado árbitro de litigios, tuvo una vez parte en cierto conflicto que se haría famoso: el de las aguas límpidas del río Lin-Quei. Este río, que en tiempos llegó a ser el más caudaloso de toda China, el de más amplias riberas, ubérrimas, tan densas, pobladas por árboles de copas inalcanzables como el cielo, donde pacía el ganado y ronzaban las bestias salvajes, aquí y allá salpicado de parejas adolescentes dando y entregando, este río, digo, depuraba sus aguas de manera natural y misteriosa. Podías muy bien vaciar un cubo de orín a su paso por tu lado, que su sustancia no alcanzaría en carrera más allá de tres metros a lo largo: al instante, mecanismo sin nombre, las aguas quedaban limpias y así seguían corriendo. Cualidad que habrían de aprovechar los habitantes de la zona poblada más cercana. Cada mañana, cientos de sus mujeres acudían a la orilla del Lin-Quei a purgarse las manos, la cara, los ojos, tomando para sí cubos y cubos del agua divina que iba a servir para guisar el arroz, pochar la carne o cocer el pescado.

Todo hasta que se cernió sobre este río el hálito infernal de la avaricia. Ming Po, el potentado, antiguo jefe de tropa y alguacil retirado, decidió a solas que aquel tercio de río, exactamente de una parte a otra a su paso a la altura de la aldea, le pertenecía por derecho. No adujo razones. Sólo se plantó allí como lo haría en su casa y cercó las dos márgenes con tablones de nogal antiguo. Clavó un letrero de aviso, todo lo hizo en una sola noche: “Cada tazón, cuchara y pote cuestan desde hoy tres monedas de plata.” Nadie disfrutaba de tal peculio estratosférico en aquellos días, así que las aguas del milagro llegaron a ser virtualmente capital absoluto del ex jefe de tropa y alguacil retirado. Allí que se pasaba las tardes de delirio, embriagado hasta las trancas por el aroma sutil de la corriente, hablando con los peces y trenzando briznas como un niño idiota. En su deliquio, casi olvidó a su esposa y la hija de ésta, abandonadas bajo techo en su choza de aldea. No pasó demasiado, cierta tarde turbia por trabada de tierra y polvo fino, se presentó por allí el árbitro de litigios, Quang Cheng, con un mensaje: “Te hago saber, oh terrible avaricioso mejigrasiento e inhumano, que haré de ti el más abyecto ejemplo de corrupción moral y bajo instinto entre todos los hombres de la aldea, y esto en nombre y favor de la tan admirable como dadivosa Chun Nang Wei, hija de Lee Nang Gong y esposa mía, porque es verdad que llevas tiempo inflándonos a todos las pelotas, tiene un límite…”

Y esto ocurrió justo seis meses y diez días después de cercadas las márgenes del Lin-Quei. No salía de su asombro Ming Po, el infame egoísta, y ganas tuvo de matar al viejo (que lo era) ahogándolo sin pena en la orilla fluyente.

“Te me apareces ahora como una mala polca de esas que tocan a dos manos en España.”, fue todo lo que dijo.

“La polca no es española”, corrigió al instante el sabio Tzú Quang Cheng.

“¿No es eso que se toca dando palmas, con una caja hueca entre las piernas y raspando con las uñas un Liu Chin? Lo he oído decir, es cierto esto.”

“No es un Liu Chin, Ming Po. Gran ignorante. Hijo de lo más rancio. Allí lo llaman guitarra, cuenta la diferencia.”

“¿Es que has venido también a aleccionarme, viejo? Solventemos nuestro asunto de una vez. ¡Saca tu kaginawa!”, y diciéndolo, Ming Po se abalanzó de un salto y con la minga al aire sobre su cinto de cuero, aovillado en la orilla.

“No la llevo encima.”

“¡Saca tu kusari gama, entonces!”, (y dicho esto, ya él mismo sostenía la suya.)

“Nada de eso. No la llevo encima.”

“¡Déjame ver tu kunai, comadreja!”

“Tampoco. Olvídate.”

“¿No has traído nada? ¿Ni un kioketsu shogei?”

“Menos aún.”

“¿Un manriki? ¿Un mísero shinai?”

“Eres bastante pesado…”

“Dime que llevas al menos un cuchillo de mano. Una katana media. ¡Un suriken!”

“Sólo he venido a avisarte. Quedas denunciado.”

“Pero…¿no vas a pelear? ¡No puedo aniquilarte si no presentas batalla!”

“Me temo que no.”

Y dicho esto, Quang Cheng, luz de su tiempo, se alejó de allí sin volver la cabeza.

sábado, 25 de julio de 2009

El mito del pájaro Zushima (So-o-zima) II


“¡No quedan doncellas!”, se supone que llegó a exclamar el Emperador en aquel tiempo. Se convirtió en un problema de estado. La aparición en el horizonte japonés de aquella ave no mayor que el puño de un niño se trató durante los primeros meses sirviéndose del mismo protocolo que frente a una declaración de guerra. El ave Zushima, como alguien la bautizó poco más tarde, causaba estragos entre las doncellas, entre las gráciles, núbiles adolescentes que pululaban por las alamedas anchas y umbrías de los recoletos parques adornados de exvotos. Podía ser que cualquiera de ellas caminase con todo su donaire y exquisito garbo junto a los parterres floridos, cuando al instante comenzaba a notar el gusto sutil de un picoteo entre las piernas: ya el animal había invadido sus dominios más bajos, era tarde. Las mujeres, adolescentes, incluso hasta las niñas orgasmaban sin freno en los parterres, junto a los troncos de árbol, sobre los bancos de piedra. El ave Zushima sacaba su provecho. Libaba de los amplios coños libres, de los flujos femeniles hasta quedar saciado, turbaba el sentido de su víctima, la vaciaba de amores y reemprendía el vuelo, satisfecho y contento. Cuando esa mujer, esa joven, regresaba a casa con su marido, su novio, se hallaba entonces tan ebria de placer, tan entera, que renunciaba al sexo de por vida (o bien por largos periodos mensuales). Inaceptable.

Las trampas infantiles (las libaciones mendaces, los trampantojos con garfio, el veneno en los nidos), por demostrarse inútiles, dieron paso a nuevas estrategias, más expeditivas, severas, complejas. Se diseñaron presas de juguete (muñecas de alambre rellenas de trapo), embadurnadas hasta el pelo de jugo de coño, con la idea de que actuasen como reclamo al pájaro conflicto. De este modo se cazaron algunos ejemplares (que eran expuestos colgando de un hilo del árbol más alto de las frondas públicas, tal vez como advertencia). Pero pronto, o más que eso, el ejército de advenedizos tomó nota del encierro, y de tal modo que aprendieron por la llana observación a distinguir a la presa favorable de la simple carcasa mentirosa.

Pronto, como se cuenta, no quedaron doncellas. Toda novicia era desprecintada. Los padres temblaban y las madres se acurrucaban a sus pies como pasta de almendras, incapaces de llorar por sus hijas (siendo que todas ellas habían llevado alguna vez al intruso entre las piernas, la voluntad no les daba para condenarlo). Por este motivo se prohibieron los grabados, los aguafuertes, los dibujos a tinta y a lápiz, la escultura, cualquier retrato del pájaro amargo se castigaba entonces con la muerte. Sólo circulaban bajo cuerda algunas representaciones, por lo demás obscenas, del ave maldita. Todas ellas terminarían por descubrirse poco después del armisticio de la Guerra de la Seda y ser reunidas en el patio de Palacio para prender la mayor hoguera de iniquidad y oprobio que vieran los tiempos.

Luego llegó un cierto tiempo de placidez tranquila, cesaron los incidentes. Los hombres ejercieron al fin presión de pene sobre sus mujeres y ni una sola de ellas hubo de sufrir más el acoso del monstruo. Se descolgaron los despojos podridos de los árboles altos y se retiraron las trampas de niños de las zonas estratégicas. Nadie volvió a hablar de muñecas de trapo y las avenidas y las alamedas volvieron a poblarse de mujeres sin escolta.

El único ejemplar cazado vivo piaba junto al lecho del Emperador, en su jaula de oro. Reducido a la nada, un bulto enano sin gracia. Su Fulgurante Gloria, dueño de los hombres, de nuevo henchido de autosuficiencia, solía escupir al Zoshima cada tarde, dedicándole insultos de la peor especie, sometiéndolo al trauma renovado de las brasas en los ojos, la cera en el pico, las agujas en las alas. Se cobraba así por el suplicio de sus súbditos y el suyo propio. No olvidaba que su mujer había llegado a ser la última intacta, y esto sólo por la suerte de su cárcel en Palacio. Lamentaba cada virgen a la que el Zushima había arrancado su virtud de forma prematura. Cada desencuentro familiar por causa suya. Cada novia vendida. Cada joven. Cada niña. Y por fin sonreía, complacido.

La mañana en que su esposa apareció en el Gran Salón del Trono rogando por el Zushima, recién fugado de su jaula, el Emperador Qiang supo que odiaría a aquella ave para siempre…

El mito del pájaro Zushima (So-o-zima) I


Yang Huei, el celebérrimo criador de pájaros y veterinario del Emperador, calculó, hacia el año 1373 de nuestra era, que en el mundo sobrevivían ya tan sólo unos treinta ejemplares del ave Zushima, la mayoría de ellos habitantes de las islas occidentales del Japón, excepción hecha de los hallados por Uri-Teng-Goi en sus rutinas exploratorias por los territorios de Mongolia, Malasia, la China del sur y los márgenes de Vietnam y Camboya, aves que acabarían siendo exterminadas poco más tarde (se decía que cada Zushima ocultaba la clave de una vírgen, de sus entrañas manaba el jugo secreto de la conquista).

No existen imágenes del ave Zushima, su reproducción llegó a estar terminantemente prohibida en tiempos de la dinastía Ming. En cuanto a su nombre, se trata solamente de una aproximación fonética al original. La grafía prístina se ha perdido para siempre. Su traducción, pese a los intentos de exégetas y lingüistas durante más de seis siglos, continúa también siendo un misterio, si bien se acepta comunmente la transcripción vulgar de "Cristalagua", puesta de moda a finales del siglo XIX por el semiólogo y articulista francés Arnald Dupont.

lunes, 20 de julio de 2009

El león blanco de Sumatra y la mole gigante con piel de plastilina escamosa y boca de grapadora


El león blanco de Sumatra
Mide veinte metros
O más, como un edificio
Y cuando te mata
Hunde sus dientes en tu sangre
Desmembrando, rompiéndote los huesos

Sabe siempre dónde vive tu familia
Y después de todo
Va llorando
En canoa
A buscar tu casa
Para pedir perdón a tus padres

Eso hasta que lo enfrentaron contra la cosa
Gigante y sin nombre
Hecha como de costras blandas
Marrón claro y más oscuro
Sin ojos, con la boca larga como una grapadora
Y muchos dientes
Que le arrancó la cabeza de un mordisco
Mientras luchaban en la azotea llena de antenas

Tremendo

lunes, 13 de julio de 2009

Swish & Sway


Eh, chica, con tu swisanswei
Y en tu yelowdrés
Crosacrosderrúm

Chica, con tus freckless face
Freckless lace

Eh

Eh

Eh

jueves, 9 de julio de 2009

martes, 7 de julio de 2009

W o u l d


Cuando llega a casa, bien puesta junto al fuego, como una estatua, diciendo que hay quien dice, y las bragas de ella calientes bajo la manta, sus brazos como antorchas, las uñas largas de mujer que quiere, bebiendo y comentando. Afuera hay una guerra de niños, una guerra de gente contra gente, lanzando lo que encuentran, a la cara. Los muertos brillan. Quiere ir en el camión pero no van a llevarle. Se mueven las ventanas, ellos no tienen miedo. La besa, dice: “Dónde has estado.” Y las palabras como chuletas de cerdo, chocando con los dientes, graffitis disparados. Se encierran en el cuarto y él le baja las bragas, la sostiene en los brazos, otra vez, y ella le lleva dentro.

Las niñas con el chocho en el agua, el pelo amarillo y las manos apretándolo detrás de las orejas. Su madre al borde de la piscina de plástico y el padre al fondo. Azul y blanco, las nubes y el cielo, lleva la cara de Carla Bruni, sobre todo la mandíbula y los dientes que te imaginas, pero la besan igual, siempre y todos la besan de la misma forma. La sonrisa del padre se los traga uno por uno, a los tres, sin aire dentro, los mata así, siendo sobre todas las cosas un hombre que ha parido. Las ventanas y las puertas lo hacen todo elegante, más elegante, con formas de arco y se van a follar dentro, follando desde dentro y follándose bien, la carne masticada, besada, cortada, sangrada.

viernes, 3 de julio de 2009

Suanseé

Más adelante, el negro de las alpargatas sucias lleva el hambre colgando como una pancarta: “comida para mí”, procurando que no se le echen encima cuando habla son las palmas de sus manos, blancas, “mugambi, nuwambe”, tragando chinchetas de negro, de pelo tan negro como él y más rizado.

El perfil de ella contra la claraboya, la luz de la ventana aunque la veas como una claraboya, hay más luz fuera, los ciegos caminan, llevan la luz en la sangre como pilas alcalinas, para comer cuando se vacían, abren la boca y se sientan al sol, madre mía. Cualquiera de ellos y ninguno lo que quiere decir.

No es una escoba aunque lo pongas contra las cuerdas, no es una escoba, ni es, no es,