lunes, 4 de mayo de 2009

Promenade

En la cabaña con los zapatos llenos de barro y la cadena de plata. Tienes la espalda quemada como un cochino de alberca y parece que las horas no pasan. Sólo puedes quitarte la camisa con cuidado, los pantalones salen más fácil. Hay ese cuadro en la habitación del fondo, sobre la cama doble, las sábanas aparecen revueltas. Hace un sol de tres pares de cojones y van a dar las siete. Comes algo, sin querer echas un vistazo a tu tobillo hinchado. Ella te dijo que sería mejor que evitases ponerle la vista encima hasta que lo viera un médico. Es un bulto violáceo justo encima del empeine, duele lo suficiente.

Entonces te fijas en las paredes, las vetas de verdín sobre las junturas, intuyes el musgo del otro lado, la humedad calando la madera, filtrándose a través de esa especie de gotelé áspero que con el tiempo transforma el maderamen en algo parecido a la gomaespuma, de consistencia resinosa. Te sientes a salvo y seguro dentro. En el exterior la corriente restalla en rachas largas contra las copas de los pinos, los obliga a bandearse como cañas finas; a pesar de todo, parecen mantener la formación deliberadamente, alzarse contra el viento como uno.

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