Digo que hay una gorda con ganas de comerse la esquinas de las fachadas, y un pobre cualquiera girando sobre los talones como un hijoputa derviche atado por la cintura a un motor hidráulico, como una peonza loca, el cabrón, qué culpa tiene, ninguna.
Y doscientas treinta y siete niñas saliendo como a borbotones de la puerta del colegio, todas con el conejillo ahí, frus frús, entre las piernas y tampoco tienen culpa. Algunas chupan caramelos, o se extienden pomada en el pelo, qué curiosas, digo, llamando por teléfono o masticando chicle, jugando al toca-toca en los baños del patio, con el jugo corriéndoles muslos abajo, qué alegres comadres, éstas sí que lo son.
Y un camión lleno hasta arriba de peras. Y una madre parturienta que ya tiene otra en casa. El que lleva las bombonas de gas con la espalda torcida (por ahora no le duele nada, espera diez años), y las fulanillas de postín que más que serlo lo fingen (pero no saben hacerlo, casi siempre gimen más de lo que hace falta), los periódicos en las aceras y sobre las mesas de los cafés, la bohemia intrigante y todo eso...
Y los pájaros y las flores. Que no ven los esquimales. ¿Qué pájaro ven los esquimales? Alguna gaviota confundida o polizón en un rompehielos. Como mucho un loro, el capitán lo adora hasta que se le muere.
Y canciones en las avenidas y mujeres desnudas y parques llenos de gente tumbada en la hierba.
Grande, yo voy, vamos todos.
Ah ah.
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